SEGUNDO PREMIO EN LA MODALIDAD DE CUENTO EN EL X CERTAMEN LITERARIO INFANTE DON JUAN MANUEL
“Agua Milagrosa”
La historia que les quiero
contar aconteció hace muchos, pero muchos años, en uno de los más pintorescos y
acogedores pueblecitos de la vieja castilla. Su nombre no es relevante, pero
para que mi historia adquiera rango de credibilidad, lo aludiré, aunque con
esto desvele un secreto que se ha mantenido oculto por algo más de cien años.
En la muy ponderada Villa de Escalona, bordeada en uno de sus extremos por el pausado
y cristalino río Alberche, vivió un boticario que tenía una hija, como se decía
por aquellos tiempos, en edad de merecer, una hermosa y voluptuosa joven que había
rebasado la adolescencia y se encontraba en ese fluctuante período, en que la
mente pretende imponerse sin éxito sobre el cuerpo, para engañarlo con
premeditación y alevosía, aunque el cuerpo, dueño de la situación, no deja
lugar a dudas de su poderío anatómico, en pocas y escuetas palabras, una
encantadora y escultural joven que hacía perder los sentidos y el apetito a la
mayoría de los pobladores varones del distrito del Alberche. Don Fermín
Fernández Frías, farmacéutico de profesión y padre porque el destino y su
ímpetu lo decidieron así, no sabía qué medidas tomar para mantener a su seductora
hija fuera del alcance de los ojos de los mancebos, y con diferencia, menos
mancebos de la comarca, que esperaban con una interminable paciencia sentados
en el parque a que la beldad, junto a su madre, tomase el camino acostumbrado
de cada día, el mismo recorrido que cada mañana hacía desbocar el ímpetu de los
más jóvenes, y la inestabilidad de los bastones de los más longevos
admiradores.
Don Fermín enloquecía con razón.
Se perdía en sus incertidumbres y sus lamentos. El exhausto boticario inventaba
cualquier estratagema para desorientar a los eternos mirones que se mantenían
erráticamente en el parque, pero por más que lo intentaba la aglomeración de
inquietos ojos se posaban irremediablemente en las líneas sinuosas de la bella
Pilar, que así se hacía llamar la hija del farmacéutico. Viviendo en la calle
de San Miguel número diecisiete, a la altura de su sólido arco de entrada, Don Fermín
instó en muchas ocasiones a su mujer y su hija, a que bordeasen todo el
extramuros del pueblo para que no tomasen dicha calle que desembocaba irremediablemente
en la maldita plaza, donde se encontraban los perennes ojeadores. Y así lo
hicieron madre e hija, pero no por mucho tiempo, porque los observadores al
descubrir tal estratagema, reemplazaron su centro de operaciones a unos metros
más adelante. Doña Aniceta Rodríguez y Pimentel, mujer de Don Fermín, debía
alcanzar el comienzo de la Calle del Río donde se hallaba la archiconocida y única botica del pueblo
porque Doña Aniceta, y su hija Pilar, atendían la botica mientras su marido se
dedicaba en la trastienda a experimentar entre brebajes, pócimas, y ungüentos.
Si era necesario llevar algún encargo, la diligente Doña Aniceta marchaba, y la
bella Pilar se quedaba bajo la mirada protectora de su padre en la botica, y de
esta manera no se venteaba una vez más por las calles de la sin par Escalona.
Esto naturalmente trajo un hecho significativo, el negocio de Don Fermín
marchaba viento en popa, pero la salud de los pobladores, en especial, la de
los hombres, era desastrosa. ¡Todos estaban constantemente enfermos, aunque su
enfermedad, por muy grave que fuese, les permitía ir a la botica por el remedio
habitual que esperaba que le diese directamente la bella Pilar! Como Don Fermín
era consciente de todo esto, decidió tomar medidas radicales. Le dio vueltas y
más vueltas a las ideas en su cabeza, hasta que una, una por encima de todas le
llamó la atención. --¡Claro, tengo la solución en mis propias manos!-- Se dijo
Fermín, y poniéndole “manos a la obra”, se encerró por las noches en su botica durante dos largas semanas, para concebir la
solución a todos los problemas que le atormentaba. Perfeccionó, según él, una
pócima capaz de menguar los impulsos irrefrenables hacia todo lo exuberante,
escultural, y sensual. Una fórmula que desde hacía mucho tiempo deseaba poner
en práctica porque estaba absolutamente seguro que le daría buenos resultados
por los ingredientes que portaba la misma.
Don Fermín con la formula en
sus manos nuevamente volvió a pensar. Para que el brebaje diese resultado debía
ser ingerido por vía oral al menos durante tres días y tres noches
consecutivas, sin tener mayor importancia el horario, pero si la constancia del
mismo. ¡Pensó y pensó! ¡Eureka! Y la memorable idea de repente afloró en su
conciencia. --¡El depósito del agua! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?-- Afirmó
el acongojado boticario al ver la luz en su pasmoso pensamiento. Su idea era
bien simple. Haría una cantidad lógica de pócima, suficiente para que estuviese
en proporción con la cuantía de litros que podía abarcaba el depósito de agua
potable del pueblo. Este depósito suministraba el preciado líquido a cada
vivienda. Por aquellos años el agua embotellada en los pequeños pueblos, no era
más que una quimera. Don Fermín se frotó las manos, porque con esto se
aseguraba que cada hombre, por muy camello que llevase el espíritu, bebería
varias veces en los siguientes días. Don Fermín estaba eufórico ante tan
exquisita idea. No se lo pensó más, y lo dispuso todo para que en la sucesiva
noche estuviese listo y dispuesto su plan. Al llegar la noche aprovechó que el
sereno cambiaba su ronda, y solapadamente en contra de cualquier reglamento,
infringió por vez primera la ley. Llegó al torreón, subió, vertió su mejunje,
respiró, y salió por donde mismo había entrado como alma que lleva el diablo con
los zapatos en las manos. El boticario no tuvo que esperas más de veinticuatro
horas para apreciar los resultados. En la fuentecilla que aún se encuentra a la
entrada de la plaza, una interminable cola de vecinos, esperaban sin mucha
paciencia su turno para llenar sus cántaros y marmitas de agua. Don Fermín como
el que no quiere las cosas, miró al parque, los mirones no estaban, los
mirones, porque los conocía demasiado bien, se hallaban en la cola esperando
para beber. Doña Aniceta y su hija Pilar pasaron en ese instante por la calle,
y los vecinos, todos, absolutamente todos, mujeres, niños, jóvenes y ancianos,
contemplaron con una sonrisa a las mujeres que se alejaban en dirección a la
botica. Don Fermín enmudeció, y cabizbajo y pensativo dirigió sus pasos a su
apreciada botica. ¡De lo sucedido ni una sola palabra! Desde este preciso
instante, hasta la fecha de hoy, el agua de Escalona es refinada, perfecta, y pródiga, por ende,
beneficiosa para la salud y el alma de todos sus vecinos y allegados que deseen
degustarla. Seguramente se preguntarán por qué soy conocedor de estas
intimidades, por una simple razón, Don Fermín Fernández Frías fue mi bisabuelo,
y en alguna que otra luna llena, me desplazo hasta el torreón, y por descuido,
dejo caer un poco de imaginación, y algo más, sobre las prodigiosas aguas de la
jovial comarca.
RamirezNena+
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