"CONFESIONES DESDE EL TÁLAMO"
CUALQUIER DÍA EN LA VIDA DE ALEJANDRO
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Más que afirmar, sentenció
Alejandro. Pronunció cada una de las palabras sin dejar de mirar a la enfermera
Ana. Y la última, la palabra “reloj”, se mantuvo flotando en la habitación como
un dirigible perdido en el espacio, un dirigible sin rumbo que se aleja con el
primer viento de otoño. Él no sabía muy bien qué hacer en el siguiente minuto,
pero ni por un instante fue capaz de alejar la mirada del rostro de la dulce
Ana.
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¡Un reloj es lo de menos, ya no lo necesito, porque el tiempo lo llevo grabado
en la piel desde que llegaste al hospital!
Y la piel, su piel, tomó un
inusual color rosado, más bien una intensa tonalidad poco común en la raza
humana. Ana, la dulce Ana, la enrojecida enfermera Ana, sin apenas darse cuenta
había confesado sus ocultos sentimientos al doliente Alejandro. ¡El tiempo lo lleva Ana grabado en su piel! Y
el único culpable de esta seductora desdicha es el hombre que se halla tendido
sobre la cama. Alejandro experimentó an
adrenaline rush, o lo que es lo mismo, un subidón de adrenalina, que su
pecho se inflamó sorprendentemente, y sus piernas, dislocadas, luchaban por
escapar cada una de ellas por los laterales de la cama. Tal parecía que este hombre había sido testigo de las
palabras del omnipotente y omnipresente Dios cuando incitó a San Lázaro para
que se levantase, y una vez de pie, echase a andar.
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¡Espera, a dónde vas! –le dijo Ana sosteniéndolo por uno de sus brazos-- ¡Debes
tener cuidado! ¡Ya tendrás tiempo de caminar!
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¡Es que quiero caminar junto a ti! –le contestó Alejandro.
Ana lo miró con esa mirada que
solamente ella posee, y asentó con la cabeza.
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¡Está bien, pero solamente unos pasos!
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¡Lo que usted diga enfermera!
Rieron abiertamente. Alejandro
se apoyó sobre los hombros de Ana, y Ana con sus brazos le envolvió la cintura.
Uno, dos, tres, cuatro, y las rodillas de Alejandro se doblaron en dirección a
las rodillas de Ana. Ella lo sostuvo con mayor firmeza con todo su cuerpo para
que no cayese al suelo, y él, se aferró al torso de Ana como un náufrago cuando
alcanza tierra firme. Él y ella. Los dos. Ambos. Quedaron frente a frente, a
una mínima distancia. Cada una de las narices sintió el contacto de la oponente
nariz que no se podía mantener relajada y en calma. La nariz de Alejandro hizo
un rodeo por las aristas de la nariz de Ana, y a su vez la nariz de Ana, trazó
una circunferencia sobre la cúspide de la nariz de Alejandro. Dichas narices se
contemplaron, se acariciaron, se rosaron, se besaron, y por supuesto, al ser narices,
se olfatearon con intensidad hasta esnifarse cada una de ellas sin importarles
futuras consecuencias aromáticas.
¡Qué orondas se hallaban dichas
narices! Y sorpresivamente, sin que nadie se lo esperase, las rodillas, que
desde antes de la conjunción de las narices ya se habían encontrado, se friccionaron
con insistencia a más no poder. La izquierda de Alejandro instigó a la derecha
de Ana, y la derecha de Ana en unión de su compañera la izquierda se aglutinó
para no dejar que ambas rodillas de Alejandro se doblasen justamente por la
articulación. Narices y rodillas unidas por la fuerza de la atracción, un
espectáculo digno de contemplar, pero para entrenados y saludables corazones.
Ahora los cuerpos luchaban por no separarse. Ana y Alejandro, apoyados el uno
en el otro en el centro de la habitación del hospital central, no sabían muy
bien qué hacer en los siguientes minutos. Y para complicar aún más la situación
Alejandro ladeó la cabeza, y sus labios se posaron, sin ninguna intención, en
el borde superior del labio de Ana, que jadeante y húmedo se apoderó sin misericordia
de la encarnecida boca de Alejandro. Labios, cuatro rubicundos labios luchaban
por succionar cálidos fluidos que afloraban ladinamente.
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