CONFESIONES DESDE EL TÁLAMO
ROSA Y EL TAXISTA. (CAPÍTULO FINAL)
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Lo que sucedió más tarde en la vida
de Rosa fue intranscendental, al menos en comparación con los acontecimientos que
hasta ahora se venían produciendo. Ingresó en prisión con una condena sobre los
hombros de doce años de privación de libertad y sin reducción de la misma bajo
ningún concepto. Esto fue el punto final para una joven que lo había perdido
todo en un parpadear. Se quedó sin su Ramón, el hombre al que amaba sin
condición alguna pero también su verdugo, al más cruel y sanguinario hombre que
tuvo como esposo y padre de su hija; pero lo perdió para siempre. Y lo más
importante, se quedó sin su hija. Le hurtaron la tan recurrida, cuando les interesa,
patria potestad. Por decisión de la
fiscalía y en contubernio con los servicios sociales, desde el mismo momento en
que finalizó el juicio y se dictó sentencia, ella, no era más que una escoria.
Y escoria al fin, no estaba capacitada para ser madre, ni estando en prisión,
ni cuando llegase el instante de salir.
Cada semana fui a la
penitenciaría a visitarla. No falté ni un sólo domingo, hasta que finalizando
el verano de su segundo años bajo rejas, me imploró que no fuese más. Yo le
pregunté el por qué, pero insistió en que no deseaba recibir visitas, que
estaba cansada y deseaba estar con ella misma, que los domingos eran odiosos,
que mi compañía la conducía al pasado, y que en resumidas no deseaba ver a nadie, porque estaba dispuesta a mandar
los recuerdos al mismísimo olvido. En un principio pensé que necesitaba algún
tiempo para que recapacitase, y de esta manera, poner en orden el presente. Aunque
esta referencia del tiempo estando en prisión, es algo delicado si deseamos otorgarle
un adjetivo. Respeté su decisión y me dije que estaría dos o tres meses sin
visitarla, no así de mantener un contacto con los funcionarios de prisión para
conocer al menos el estado de su salud. Los informes siempre dijeron que se
mantenía con buen ánimo y saludable. Pasado este espacio de tiempo, el primer
domingo del mes entrante, me dirigí a la penitenciaría para ver a Rosa. Y recibí
una sorpresa. No me dejaron pasar. Ella había solicitado una reclusión total, y
no deseaba saber nada del mundo que le rodeaba. La familia que le quedaba, mi
abuela, y yo, dejamos de existir para ella.
Mi amiga entró en una depresión
tan profunda que se desorientó, olvidando la conjugación del tiempo, hasta el
punto en que abandonó las palabras. Se recluyó en su interior, y la realidad no
fue un motivo para mantenerse a salvo de los demonios que a estas alturas le
rondaban.
El primer día de primavera, y
esto no lo olvidaré jamás, el teléfono se dejó escuchar en toda la casa. Un
funcionario de prisión habló con mi abuela y le comunicó que la reclusa 369, esa
precisa mañana, no quiso despertar. Le
llamó la atención que se lo comunicasen a ella y no a su madre, pero no le dio importancia
debido al suceso, y enseguida se puso en contacto conmigo. Encontraron su
cuerpo rígido y tendido sobre el camastro. La autopsia confirmó un parada cardiorrespiratoria. El corazón
por algún motivo biológico, tomó la incorrecta decisión de no continuar
latiendo, y ellos, los carceleros, nada pudieron hacer ante la irremediable fuerza
de la naturaleza. ¡Hijos de la gran puta, no se dieron cuenta que mi amiga, que
mi Rosa se estaba apagando lentamente y que los únicos que podían hacer algo
eran precisamente ellos! ¿No se habían dado cuenta? ¿No lo sabían bárbaros de
mierda? ¡Si es para desearles el mal más virulento! ¡Rosa se nos fue, partió
sin ningún sentido!
En un sistema de esta índole, autoritario,
donde sucedieron los hechos que he narrado, una simple reclamación, o revisión
de lo que fuese, es impensable. Todo se mantiene bajo secreto absoluto, una
restricción sistémica de acción y pensamiento. La historia de Rosa terminó.
Intenté encontrar la verdad, lo intenté hasta el cansancio y la saciedad, y lo único
que logré fue que me abriesen un expediente penal. Estaba a expensas de que si ellos
lo deseaban me desaparecerían o enviarían de cabeza a la cárcel, y sin
miramientos. Una vez más quedé con las manos atadas, sin poder hacer nada por
mi amiga. Primero fue Ramón, más tarde la prisión, y por último, el nefasto
gobierno que todo lo controla. Partí y me alejé. Al igual que Rosa, intenté
encontrarme, fuera del alcance de cualquier mirada del pasado, y para ser
sincero, aún estoy en ello; es doloroso y sangrante, pero creo que estoy en
camino, ahora podré llegar.
Entre los objetos personales
que le entregaron a la madre de Rosa cuando le otorgaron el privilegio de
enterrar el cadáver de su hija, se hallaba un papel con un dibujo, Rosa lo sostenía
con firmeza entre sus manos cuando la encontraron sin vida. Yo estaba presente
cuando la madre lo miró sin ningún interés, pero a mí me llamó la atención. La
señora no quiso saber nada de efectos personales ni de dibujos, lo lanzó a la
basura. Le pregunté si no le importaba que me quedase con el papel que contenía
el dibujo, y me dijo que si por ella fuese me lo podía llevar todo, y lo tomé.
Lo tengo en mi habitación, y lo guardo en una caja de madera como mi tesoro más
preciado. ¿Qué había dibujado Rosa? Pues, se podía apreciar a una joven en una
parada de autobús con una pequeña en brazos, y ambas, con sus manos al viento,
despedían a un joven que desde la ventanilla del mismo las contemplaba mientras
una sombría lágrima se escapaba de su mejilla.
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