EL PIANO

                 


                 Esta historia que les voy a contar la escuché por vez primera cuando tenía alrededor de siete u ocho años, quizás algunos más o algunos menos, no llego a recordar con exactitud la fecha en que sucedieron los hechos, pero aconteció en un pasado que de algún modo me gustaría que volviese nuevamente al presente. Si asegurase con rotundidad el momento exacto en que transcurrieron los hechos, entonces les estaría mintiendo, y para nada es mi intención. De lo que estoy absolutamente seguro, es que hasta muchos años más tarde, algunos demás, no alcancé a comprender el verdadero sentido de aquellos hechos que escuché y que ahora les voy a contar con el mayor placer de este mundo.
                 Unos días antes que concluyese el mes, o para ser más exacto, previamente dos días, mi tío paterno y hermano de mi abuelo, hacía acto de presencia en casa para cumplir con su visita obligada y de costumbre que hacía a su hermano mayor, y como es de suponer, al resto de nuestra familia incluyendo mi persona.
                 Cada uno de los hermanos esperaba la fecha con pasión, tanto mi añorado abuelo como mi querido tío. Con la misma intensidad los dos hombres aguardaban este día como si fuese la primera vez que se veían en largos años. Al llegar la hora señalada se encontraban en casa y comenzaba una verdadera batalla verbal que siempre duraba hasta pasada la media noche. El orden no importaba en este fraternal encuentro, algunas veces era mi abuelo, y otras mi tío el que decidía empezar con la historia. Yo les confieso que me daba absolutamente igual el que comenzase primero, con ambos disfrutaba hasta la extenuación. Mis oídos se colmaban de anécdotas que nunca más he vuelto a escuchar, y les prometo que lo he intentado en esta dilatada vida que he llevado.
                 Mi abuelo narraba sus andanzas de juventud, y el tío-abuelo un tanto de lo mismo, pero quizás con una pizca mayor de vehemencia y un toque de suspense para que sus escuchantes quedasen con la mandíbula inferior desprendida y salivando en exceso. El abuelo era portador de historias violentas y crudas, que había escuchado o vivido en primera persona cuando hacía la función de algo bastante parecido a un corresponsal de guerra en los países que él escogía por propia voluntad e iniciativa. En cambio el tío, era menos terrenal y más espiritual, siempre sus historias tenían que ver con los sentidos, las emociones, y los afectos encontrados en un potencial plano superior como él le llamaba. ¡El tío, por encima de todo era un hombre perceptivo!
                 Él nunca llegó a formar una familia, no tuvo descendencia, y no se le conoció relación amorosa alguna en su juventud o en su madurez; pero tampoco en todos estos años en que la vejez había comenzado a deteriorar su cuerpo vivió en pareja. En realidad nuestra familia no le daba mayor importancia el saber o no con quién se acostaba o dejaba de hacerlo el tío. --¡La vida privada de cada uno es solamente eso, vida privada, y el que comentase sobre la misma, estaría violando automáticamente la privacidad de dicha vida!-- Afirmaba el abuelo cuando la conversación tomaba otros derroteros. Lo que sí le preocupaba en demasía al abuelo era la pesada soledad que llevaba su hermano en los hombros. --¡Desde siempre has vivido en completa soledad, y esto no puede ser bueno para un ser humano! ¡Hermano mío, es que no tienes ni un gato que ronronee por tus pies!-- Le repetía cada mes con insistencia el abuelo al apacible tío que no lo dejaba de mirar con asombro y curiosidad. --¡No te preocupes Agustín, si a mi lado está la soledad, al menos tengo compañía querido hermano!-- Y le lanzaba una carcajada silenciosa que nos dejaba a todos deslumbrados y atentos, porque sabíamos, que después de frases como estas, llegaba una historia para erectar los bellos del cuerpo.  
                 Contando a mi abuelo eran siete hermanos, y digo eran, porque solamente quedaron mi abuelo y el tío en pie después de la cruda guerra. En esta época  demasiadas vidas se perdieron sin ningún sentido, pero esta es otra historia que algún día puede que la cuente. Recuerdo mi infancia repleta de vocablos e imaginería que hicieron mi existencia más placentera y acogedora. Guardo estos momentos en un escondrijo de mi corazón para que no se extravíen de tanto compartirlos con las personas que me rodean. La culpa de ser portador de este sentimiento profundo y sensible la tiene mi abuelo y por supuesto mi querido tío, que hasta los últimos días de sus vidas no dejaron de crear dadivosas narraciones para el deleite de sus seres queridos.
                 Desde pequeño el tío se inclinó por la música, y mi abuelo por la aventura y los viajes. El hermano de mi abuelo por iniciativa personal comenzó con apenas cuatro años a percutir sobre cualquier piano que se pusiese en su camino, hasta que un amigo de la familia le comentó a su madre que tenía un viejo y polvoriento piano que no sabía muy bien qué hacer con él, y aquí comenzó todo. ¡El piano! Este piano penetró profundamente en la vida de mi tío-abuelo, y gracias a él ahora les puedo narrar esta historia.
                 Creció junto a su piano, y quizás por la fuerza de la necesidad no le quedó más remedio que ser autodidacta, un músico más bien de oído; pero aun así, llegó a dominar con virtuosismo el instrumento. Los clásicos fueron su debilidad, y se dijo así mismo que los estudiaría en profundidad. Muchas veces le suplicó a su madre que lo inscribiese en un conservatorio de música para perfeccionar sus conocimientos, pero él ya era consciente que la situación económica no estaba para estos menesteres, y se prometió que cuando ganase el dinero suficiente intentaría entrar en la escuela, y no le importaría cuanto tiempo transcurriría hasta lograr su objetivo; pero lo lograría. Cuando estos hechos sucedieron, la primera guerra mundial hacía estrago en todo el país, y mi abuelo, con los demás hermanos, tuvo que dejar los estudios para ayudar en la economía de la casa e intentar sobrevivir de la única y obligada manera posible, trabajando en lo que fuese.
                 Dejar el piano para empezar en una fábrica donde sus manos en vez de crear vibrantes armonías construirían armas para la guerra, no fue la mejor opción que le tocó vivir al tío; pero no tuvo más que esa posibilidad, porque la música alimenta el alma, pero no el estómago. Cada hermano cumplió con su labor de intentar auxiliar y sobrellevar la devastadora situación hasta que las aguas tomasen nuevamente su curso; cada uno de ellos sin excepción de edades o constitución física, no les quedó más remedio que socorrer a la familia.
                 Mi tío a pesar de su extrema delgadez y su escasa estatura, fue ubicado en la sección de prensado dentro de la fábrica de armas. Era muy joven por aquellos años, tan joven que no sabía que la prensa moldeadora en la que lo colocaron a trabajar porque no quedaba otro empleo en toda la fábrica, podía destruirle el futuro con un sólo plaf…….., y desgraciadamente así fue. En un descuido, en el más mínimo y tonto descuido, la poderosa prensa le arrebató cuatro dedos de su mano derecha; menos el pulgar, todos los demás.  Le destruyó la mano y las esperanzas. Sé terminó el piano, su vida, y todos los sueños que deseaba realizar. --¡Jamás seré un concertista!-- Se dijo el tío. Y con este sino, y con una mano de menos, continuó manipulando la prensadora hasta que la maldita guerra terminó.
                 El pobre hombre se quedó detenido en el tiempo, sin saber hacia dónde tomar. Mucho pensó el tío. ¡Mucho! Sin más, un día, decidió que no dejaría su cuerpo al abandono y a la depresión, y fue lo que hizo. Tomó la acertada decisión de auxiliar o ayudar a cualquier persona que lo necesitase como si fuese una especie de protector o guía. Lo que no le gustó a la familia para nada fue, que también dispuso vivir en soledad, completamente solo. El tío no llegó a apartarse por completo del mundo, y viviendo en esta especie de aislamiento auto-impuesto, aceptaba el encuentro con cualquier familiar o amigo que decidiese visitarlo; pero con una condición, solamente durante el día estaba dispuesto a recibir a los invitados. Al llegar la noche, se encerraba posiblemente con sus recuerdos para no ser molestado por nada ni nadie. Esta actitud posiblemente hizo de mi tío-abuelo una persona particular y absolutamente especial.
                           Antes de comenzar a caminar, las huellas de mis manos y de mis pies las dejé impresas en cada espacio que conquistaba mi curiosidad. Las paredes las emborronaba con cualquier elemento pictórico que cayese en mí poder. Sin proponérmelo y de manera consciente, descubrí el arte de crear mezclando matices y disímiles tonalidades. La casa de mi tío no fue una excepción, y en cada visita que le hacía con el abuelo, él dejaba correr mi imaginación dejando libremente mi espíritu creador. ¡Hasta un día, hasta el día señalado! Desde mi madurez de enano, se me ocurrió, que el piano sería una buena pizarra y fui en su conquista. Hasta aquí llegó la benevolencia de mi tío, y me prohibió el paso a la habitación donde estaba el piano; pero mi constancia fue mayor hasta alcanzar mi designio. Encontré la manera de  llegar hasta el saloncillo y de ahí a la habitación donde dormitaba el piano sin ser descubierto.
                 No sé el motivo que me condujo a reaccionar de una manera tan persistente, pero lo hice, lo hice sin llegar a pensar en nada en concreto. Recuerdo que ese día, mi abuelo y el tío estaban en la cocina preparando entre los dos el café que bebían cada tarde antes de comenzar con la segunda tanda de las fantásticas historias que se contaban nada más verse. --¡Ahora o nunca! ¡Es el mejor momento para alcanzar el salón sin que el tío se dé cuenta!-- Me dije a mi mismo y no lo pensé más. Encaminé mis pasos al objetivo. Dentro del salón y sobre el escritorio de mi tío, había unas tijeras de las que se utilizan para cortar papel y cualquier otra labor referida a las manualidades, y sin pensarlo las tomé antes de continuar rumbo al piano.
                 Por alguna causa que desconozco, mi intención se centró en la parte posterior del piano, posiblemente deseaba descubrir lo qué ocultaba el piano en su interior, no lo sé, pero tomé firmemente las tijeras y comencé a tallar sobre la madera del mismo la mano de mi tío-abuelo. La mano que muchos años con anterioridad perdió cuatro de sus dedos. Una mano con un único dedo, el pulgar. Fue la mano que grabé. Esta acción de tallador que ejecuté sobre el piano, la mantuve en secreto por muchos años, sinceramente no se lo dije a nadie, solamente a mi consciencia.
                 Mi tío guardaba con mucho celo su piano, el piano en el que antiguamente ejecutaba con los diez dedos de sus manos. Después del accidente, nunca más levantó la tapa de madera para ver sus teclas anacaradas. Nunca más lo hizo, porque no quería, como él mismo decía, encontrarse con los fantasmas del pasado. El día que mi tío-abuelo venía a casa, todo mi mundo se paralizaba y dejaba de funcionar con normalidad para entregarme de lleno a las formidables historias de mis dos abuelos narradores. Una de las historias que recuerdo con mayor claridad fue la que contó el tío antes de comenzar el último invierno de mi adolescencia. Como él no tenía familia, exceptuando a mi abuelo, mis padres, y yo, volcó toda su energía en rodearse de amigos y vecinos que lo visitaban como sabemos nada más durante el día. Alguna que otra tarde venía a  su casa un amigo con su hija pequeña, de unos cinco años más o menos. La niña tenía un cierto retraso en el habla, y apenas pronunciaba más de dos palabras seguidas y articuladas. Su padre era consciente que a la pequeña le gustaba ir a casa de mi tío por la cantidad de juguetes y por las historias que le contaba.
                 Nos contó que una tarde mientras él y el padre de la niña debatían sobre la situación del país, la pequeña se entretenía jugando en el suelo de la habitación con los juguetes de múltiples colores que le dejaba el tío. Sin decir palabra, porque la pequeña más que hablar gesticulaba, se levantó de un impulso y fue directo a la habitación del piano. El padre la siguió con la intención de detenerla, pero el tío se lo impidió. La pequeña llegó al piano, con cuidado se sentó en la silla, y a continuación comenzó a girar en círculo hasta llegar con sus manos a la altura de las teclas. Levantó la tapa. Y comenzó a tocar. ¡Muchos años llevó el piano cerrado! Hasta el momento nadie tuvo el valor de levantar la tapa del mismo, incluyendo a mi tío-abuelo.
                 La niña ejecutó una pieza. La niña tocó el piano con maestría. El segmento musical lo sabía con exactitud, de memoria, con la seguridad de un profesional que había invertido demasiadas horas para llegar a tal virtuosismo. ¡Todos quedaron en silencio! Enmudeció el padre y enmudeció mi tío, que no encontraba calificativo para catalogar lo que estaban escuchando sus oídos y viendo sus ojos. Mi padre, mi abuelo y yo, que solamente escuchábamos la historia que nos contaba el tío, nos quedamos sin apenas respirar. Tal parecía que la historia que narraba la estábamos viviendo realmente, que acontecía en tiempo presente, y de que todos habíamos sido testigos del apasionante hecho de la niña concertista.
                 Mi tío tragó en seco y le preguntó al padre de la niña.
__ ¡Toca muy bien! ¿Al parecer hace algún tiempo que da clases de piano, no es así?
__ ¡No, nunca, nunca antes había puesto sus manitas sobre un piano! ¡Es la primera vez que se sienta ante un piano! --Le contestó con rotundidad el padre de la niña.
__ ¿No pude ser, es una pieza muy compleja para su edad? ¿Sus manos no tienen el tamaño ideal para que sus dedos alcancen todas las notas? ¿No puede ser?
                 Lo último que dijo mi tío-abuelo antes de caer de un golpe y de rodillas al suelo. La melodía le puso patas arriba los recuerdos. --¡No puede ser que la pequeña tenga conciencia de lo que acaba de ejecutar!-- Se decía el tío sin encontrar una respuesta sensata. Sin darle más vuelta a sus dudas se acercó a la niña, y de la forma más entrañable que podía permitirse con su mano mutilada, se la pasó por la cabeza.
 __ ¡Seguramente la madre o algún familiar la han llevado a clases de piano con un buen maestro!-- le dijo el tío al padre.
__ ¡Franz Liszt!-- habló la niña.
__ ¿Qué has dicho pequeña?-- preguntó mi tío-abuelo.
__ ¡Sonata en Si menor de Franz Liszt!-- le repitió la niña y no dijo nada más.
                 Virtuosismo o invención del hermano de mi abuelo. Esta fue una de las historias que dejó sin habla a todos los que la estábamos escuchando. La niña y su padre no fueron más a casa de mi tío-abuelo, y mi tío, con el tiempo regaló el piano porque era un peso demasiado rotundo que debía soportar y del cual no estaba dispuesto a mantener durante los años que le quedaban de vida. Seguramente se cuestionó que el destino del piano no estaba precisamente en su casa, y pensó que debía hacer todo lo posible para que unas manos en condiciones se beneficiasen del mismo. No tuvo más noticias de la pequeña y su talento, pero por las noticias musicales que de vez en cuando escuchaba, sabía que no había alcanzado en la actualidad una notoriedad como concertista consagrada.
                 Nadie encontró una explicación a este hecho concreto, pero si sucedió o no, creo que no fue lo verdaderamente importante en la historia de mi tío.
                 Unos años más tarde, el abuelo y mi tío dejaron este mundo, o pasaron a otra realidad, como llamaba mi tío-abuelo a la muerte, partiendo en busca de seres alados para contarles sus historias. Por mi parte, la vida me cambió radicalmente. Dejé el país y me marché a Europa. Esto que les estoy contando aconteció en un pasado lejano, y si no fuese por lo que ocurrió en aquel verano, esta historia no estaría tan fresca en mi memoria. Por alguna coincidencia me invitaron a la inauguración de un café-bar en la parte vieja de la ciudad, y como no tenía nada importante que hacer esa noche, le contesté a los amigos que asistiría con mucho agrado.
                 Llegué con puntualidad como estoy acostumbrado. El local era acogedor, pequeño pero espléndido. Estaba dividido en dos plantas diáfanas. En la superior se hallaba la barra del local, y la siguiente era una especie de sótano donde los invitados tendrían una mayor intimidad y se dejaría para las actuaciones en directo. Yo estaba en la planta superior con los amigos. Las voces se mezclaban cada vez más en las amenas conversaciones, y con el paso de las horas estás empezaron a manifestarse con cierta relajación. Todo transcurría con normalidad hasta que escuchamos una armonía. Las palabras dejaron de ser el centro y el murmullo dio paso al silencio.
                 Todos escuchamos la melodía pausada que llegaba desde el sótano. Tenía algún recuerdo de lo que llegaba a mis oídos, pero no estaba seguro. Llegué al final del salón y tomé la escalera que conducía hasta la planta baja, al sótano. Al fondo de la estancia y en una de sus esquinas, una mujer, de algo más de cuarenta años se encontraba sentada al piano, al tiempo que sus manos se deslizaban con  especial virtuosismo por cada una de las teclas anacaradas. Una imagen hermosa y relajada dentro del pequeño recinto. Fue lo que me dije.
                 Mis oídos alcanzaron la melodía en tonos menores. No podía continuar con la incertidumbre. Llegué hasta donde se encontraba un grupo de personas y les pregunté quién era la pianista.
__ ¡No lo sabemos, pero es la Sonata en Sí menor de Franz Liszt!
                 Me contestaron varias personas a la vez. La noche fue especial. La pianista terminó con su interpretación, sin pronunciar palabra alguna hizo una profunda reverencia en agradecimiento a los aplausos que estaba recibiendo, y se marchó. Algo más de la media noche los invitados comenzaron a marcharse. La inauguración había sido un éxito. Los amigos, conocidos, e invitados, poco a poco fueron subiendo las escaleras entre risas y murmullos. Sin darme a penas cuenta me había quedado  en el centro, solo, frente a frente al piano. El silencio de la estancia creó un momento único. ¡En esta ocasión sí fue premeditado, deseaba hacer lo que estaba pensado!
                  Llegué al piano. Fui directamente a la parte posterior del mismo, y sin tomar aliento, metí la cabeza por el espacio que quedaba entre la pared y el fondo del instrumento. ¡Qué sorpresa! En la madera envejecida estaba gravada con sumo cuidado la silueta de una mano derecha, la misma silueta que tallé aun siendo niño con ayuda de las tijeras de mi tío-abuelo. Pero lo sorprendente, lo extraordinario, lo verdaderamente relevante de la historia que les cuento, es que la mano, la que estaba en relieve sobre la madera del piano, se mostraba intacta. Una espléndida mano con sus majestuosos cinco dedos.

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