LOS AMANTES DEL 26
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Llegó planeando.
El fuerte viento lo desplazaba a su antojo cual cometa de papel en medio de un
torbellino. De repente se elevaba, y de repente también descendía a la mayor
velocidad que le permitía su aerodinámica composición, para continuar, sin detenerse
a penas, con su desenfrenado recorrido. El tiempo no era, el conveniente, el
apropiado, para transitar por la ciudad, pero como se dice en estos casos cuando
no se tiene a mano un argumento de considerable solidez, la vida debe continuar
como si lo acontecido a nuestro alrededor fuese lo más normal de este mundo,
porque en todo caso somos juguetes del caprichoso “destino”, y bien poco, o
nada, podemos hacer para cambiarlo. Ese craso error, ese pensamiento enraizado
en el cerebro, le costó demasiado caro a nuestro protagonista, que se enfrentó cara
a cara con su “destino”. Un destino que lo dejó sin algo más que el aliento.
Ese día, ese imborrable día,
Federico Funchal, despertó en la habitación de su alojamiento mucho antes que
amaneciese, motivos le sobraban para no permanecer un instante demás en la
cama. Un agudo silbido irrumpía por las rendijas de su ventana y le golpeaba
con intensidad los tímpanos de sus oídos. Era imposible conciliar el sueño. El
mundo batallaba en el exterior. Aun así el pensamiento de Federico se encontraba
en un sólo sitio, a las once en punto de esa precisa mañana, debía encontrarse
con el amor de su vida, Magdalena, Magdalena Frías, la mujer, que desde hacía
algo más de ocho años, mantenía con él un emotivo y febril epistolario. Sería
la primera vez que se encontrarían frente a frente. Ella le comentó en su
última carta que para la ocasión se pondría un vestido rojo y zapatos negros de
tacón. Él, iría con un traje de dril blanco y sobre su cabeza un jipijapa, o
como también es llamado, sombrero Panamá. La cita se acordó en el Parque Central, a los pies de la imagen del
valeroso poeta. Federico llevaría en la mano una rosa blanca, Magdalena, un
abanico con motivos florales para no desentonar con su amado. Con tantos
detalles no cabría la menor confusión, pero si por cualquier insólito motivo la
hubiese, ambos, debajo de la propia estatua del trovador, blandirían al viento
la última de las cartas que cada uno envió por correo al otro, como prueba de
la veracidad de la historia, porque tantos años intercambiando sentimientos y
promesas no pueden caer en saco roto.
Los amantes a través de la
correspondencia se entregaron en profundidad, como nunca antes lo habían hecho
ninguno de los dos. Se prometieron amor perpetuo, y como es de suponer,
fidelidad más allá de la muerte. Cada línea escrita a lo largo de estos ocho
años supuso un compromiso, un desahogo, una confesión, y un orgasmo, un orgasmo
no confesado directamente, pero sí manifestado con heterogéneos verbos y
extensos signos gramaticales que en cada nueva misiva demandaban un pliego de
mayores dimensiones. Llegaron a susurrarse al oído inconfesadas palabras no
recogidas en el luengo registro de la real academia de la lengua castellana
porque sería imposible su traducción o comprensión. Melosos e intencionados
fonemas dispuestos a dilatar los sentidos y expandir los poros de la piel se
escribieron. Los amantes se expresaban sin reglas ni tabúes, y en cada entrega
daban un paso más. Un día las cartas dejaron de oler a tinta, para exhalar el
aroma de un perfume, de un aliento, o de algún que otro pudoroso espacio en que
el papel se deslizó intencionadamente y permaneció un prolongado período para
que el opuesto amante disfrutase de los efluvios de las bondadosas cavidades y de
los carnales miembros de la otra mitad. Y entre carta y carta hicieron el amor,
con todas las consecuencias y sin detenerse a escatimar palabras, palabras y
personales simbologías que se iban inventando a medida que los sentidos
reclamaban más y más intensidad lingüística.
La correspondencia mientras viaja a su destino,
es entregada, leída y, respondida, para hacer nuevamente el recorrido, pero
esta vez en sentido contrario, se toma un tiempo que no siempre es matemático,
y a los ávidos amantes no les quedó más remedio que entregarse a estas
imprecisas fluctuaciones con el mayor de los estoicismos, simplemente esperando.
Por estas reales y poderosas razones tomaron la decisión de dejar a un lado los
escritos y propiciar el encuentro. Federico vivía en el extremo norte del país, Magdalena en el sur, una diferencia de algo más de mil kilómetros los separaba.
Esta dilatada distancia no sería ningún problema en nuestros días, pero se me
había olvidado comentarles que corría el año de 1926, y en la isla, esta incompatibilidad
de kilómetros, era una verdadera tortura, mayor que la menor de las estancias
en el mismísimo infierno; pero aun así los amantes no se amilanaron, y concibieron
el encuentro con un margen suficiente para no fracasar en el intento, un margen
de seis meses por si la correspondencia se dilataba o se extraviaba en su
interminable recorrido. El día señalado sería la mañana del 21 de octubre del
año antes mencionado, ¿por qué esa fecha?, es una interrogante, puede que casualidad,
empatía de ambos con el número 21, o que el significado del mes de Octubre sea 8,
y 8 son los años exactos en que se llevan carteando; pero al parecer el “destino”,
tenía desde antes sus planes para el encuentro.
En la madrugada del 20 de
octubre penetró con violencia en la ciudad un viento huracanado atravesándola de
un extremo al otro. Jamás se vio una cosa igual en la Habana, ni antes ni
después. Un lamentable ciclón. Recordado a pesar de tantos años como el maligno
ciclón del 26. --¡Cómo el ciclón del 26! ¡Igual que el ciclón del 26! ¡Fue el
del 26!-- La población afirmaba con rotundidad cuando alguien se refería a una
catástrofe de dimensiones descomunales. Cientos de muertos y miles y miles de damnificados
de bienes y cuerpos. El país cambió a partir de entonces, la nada misma no
siguió siendo la misma. Como el cristianismo, se delimitó la existencia en el
país, antes del 26, o posterior al ciclón del 26.
Los amantes llegaron con
tiempo suficiente a la ciudad. Cada uno se hospedó por su cuenta en la más cercana
y económica de las pensiones. La de mayor proximidad a la cita que encontró Federico
se hallaba a cuatro manzanas, en cambio Magdalena, desde la ventana de su
habitación podía ver el Parque Central,
cada una de las esquinas, y hasta la mismísima figura del poeta en lo alto de
su pedestal resistiendo la tempestad. No era el mejor de los días para una
cita. Los árboles arrancados de raíz se encontraban dispersos por la plaza y
las calles, pero los amantes permanecían en sus treces, nada ni nadie tendría
la fuerza suficiente para que desistiesen de sus intenciones. A pesar del ciclón,
irían a la cita.
CONTINUARÁ……………………………………………..
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