LOS AMANTES DEL 26
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Era la primera vez que
Magdalena hacía un viaje a la capital, o para ser más preciso, era la primera
vez en casi todo para la joven Magdalena. El primer encuentro amoroso, la
primera partida lejos del hogar. También sería su primera noche en una habitación
desconocida, en una cama desconocida, en una ciudad desconocida. Se encontraría
con nuevas calles, con olores diferentes, con vientos nada apacibles o más bien vientos no esperados, y como no, con
el soñado Parque Central, donde al final hallaría a su Federico. --¿El Parque
Central?-- Y una fulminante idea le cruzó por la mente. Como desde la habitación
del hostal en la que se hospedaba distinguía con nitidez cada uno de los
ángulos de dicho parque, se quedaría preparada, lista y dispuesta ante la
ventana hasta ver surgir a su amor por cualquiera de sus esquinas. De cualquier
manera tenía el tiempo suficiente para cuando vislumbrase a Federico lanzarse
directamente a la puerta de la habitación y cual relámpago llegar a las
escaleras y bajar de dos en dos los escalones y llegar posiblemente antes que
él a los pies del pedestal del poeta. Fue lo que pensó sin tomar aliento. Aunque Magdalena no desconocía la fisonomía de Federico porque ambos se habían enviado
una foto dentro de una carta, era consciente que no hay nada más verídico y
colorido que la propia realidad para confirmar los hechos, y continuó
empolvándose la cara sin hacer ningún otro cuestionamiento al respecto.
El viento continuaba atronando
con su sinfonía difusa. La ciudad era un desconcierto. Cientos de personas
corrían en busca de refugio, otras, como hormigas locas, cambiaban el rumbo a
cada instante y se perdían, las pobres, en su propia incoherencia. Esto lo veía
Federico desde la ventana de su habitación, y su nerviosismo se agudizaba. --¡A
la mierda el maldito tiempo!-- Resoplaba con insuficiente paciencia. No deseaba
pensar, pero tampoco esperar, deseaba acortar cualquier distancia y salir en
busca de Magdalena porque su amor se hallaba por encima de males mayores. Salir
a la calle aunque el tornado arrasase íntegramente con él. Fue entonces que por
su atormentada cabeza atravesó una idea. Aunque aún faltaba algo más de una
hora para la cita, no podía continuar esperando como si nada estuviese pasando;
el mundo tal parecía que poco le faltaba para finalizar bruscamente. --¿Y si de
repente también Magdalena aparece en el parque antes de tiempo? ¡Entonces de
repente puede suceder lo peor! ¡No, no, no, malditos pensamientos!-- Terminó de
vestirse, tomó la flor blanca que había comprado la noche anterior, sacó de la
maleta la última de las cartas recibida de su amada, se puso el sombrero de
Panamá, y partió en dirección a la calle para comerse el mundo si fuese
necesario.
Al llegar a la acera una
aplastante quietud dominaba la realidad. Si no fuese por los visibles estragos
de la madrugada anterior, se pensaría que la ciudad aún dormitaba. Federico
miró a su alrededor en busca de un espacio o semblante conocido, pero no lo
halló, y es comprensible, porque en la capital el menor de los detalles se hace
magnánimo y las personas se pueden llegar a contar por centenares si uno se lo
propone; aun así continuó calle abajo en busca de su destino. La mayoría de los
transeúntes deambulaban desorientados y sin sentido. Un panorama realmente
deprimente, pero las imágenes que asomaban a su imaginación eran completamente
diferentes, veía una mañana resplandeciente, llena de sorpresa, y en compañía
de su amada. Dentro de su cabeza no quedaba espacio para nada más. En la mano
una flor, en el pecho un pálpito, y en los labios, una melodía alentadora que
iba entonando mientras caminaba.
Las hojas de los árboles se
arremolinaban en el cristal de la ventana de Magdalena. Ella desde su posición apreciaba la situación con matices menos esperanzadores que él: desolación,
caos, inseguridad. La misma realidad que la de Federico, pero interpretada con
los pies encima de la tierra. --¡Es una locura, el día no da para más!
¡Precisamente ahora este maldito ciclón!-- Murmuraba Magdalena con la mirada
fija en la estatua del poeta que desde su estratégica perspectiva la
contemplaba de perfil. El poeta José Martí, y sin pretenderlo, afloraron unos
sencillos versos a su memoria: “Todo es
hermoso y constante, todo es música y razón. Y todo, como el diamante, antes
que luz es carbón”. Y como si lo hubiese reclamado el mismísimo Dios, en su
cabeza se hizo la luz. --¡Es un hermoso día!-- Fue hasta la mesita, tomó su
pañuelo, y haciendo círculo con el mismo sobre el cristal de la ventana,
iluminó en un instante la mañana. --¡Ahora se ve de otra manera!-- Se dijo.
Federico caminaba con pasos
redoblados, intentando no mirar a su alrededor, pero le fue imposible. A unos cincuenta
metros de él una niña forcejeaba por liberar a una mujer que permanecía con
medio cuerpo debajo de unos escombros. La pequeña pedía a gritos socorro, que salvasen
a su madre, pero el desconcierto era de tal magnitud que cada persona tenía suficiente
con sus propios problemas. Transitaban de un lado a otro sin llegar a detenerse,
y la mayoría suplicaba, como la pequeña, que alguien los ayudase. Federico, sin
detenerse, miró su reloj, exclamó algo entre dientes y continuó su camino
rebasando los escombros, pero un metro más adelante se detuvo, giró, y se lanzó
directamente a la niña. Se despojó del saco y del jipijapa, los colocó sobre
una piedra, y colocó encima la flor.
__
¡No llores por favor, sacaremos a tu madre, te lo prometo! --le dijo Federico a
la pequeña remangándose la camisa y apartando las primeras piedras que tenía la
señora sobre sus caderas-- ¿Cómo se encuentra señora?-- le preguntó.
La mujer buscó su mirada, en
su semblante no había expresión, pero aun así intentó una sonrisa.
__
¡Gracias caballero por lo que está haciendo, que Dios se lo pague con mucha
salud y amor, pero no se preocupe por mí, déjeme donde estoy, pero sí le
suplico que se lleve a mi pequeña bien lejos de aquí! ¡Llévesela buen hombre,
llévesela! --y con la mano que tenía liberada señaló a su hija.
__
¿Cuál es su nombre señora? --le preguntó Federico apartando los escombros.
__
¡Me llamo Martirio, pero qué importa mi nombre caballero, lo que quiero…..!
__
¡Señora Martirio, la sacaré de aquí, no la dejaré sola hasta verla liberada!
¡Si tiene algo de paciencia, le suplico que se calme, soy médico, y, le juro
por su Dios, que estará nuevamente con su pequeña!
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¿Es usted médico caballero? –y esa sencilla palabra, médico, hizo que le regresase
el alma al cuerpo.
__
¡Sí, lo soy señora Martirio……., lo soy, cuando la saque, le doy mi palabra que se
irá con su hija……., seguramente tendrá algunas fracturas en las piernas y no le
quedará más remedio que visitar el hospital……., pero nada más, ya lo verá
usted!
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¿Y cuál es su nombre doctor? –preguntó Martirio.
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¡Me llamo Federico, Juan Federico Hernández, para servirla a usted señora!
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¡Ya lo veo caballero, y no tengo palabras para agradecerle lo que está haciendo
por nosotras…….!
La pequeña se sumó a la labor,
aunque bien poco podía hacer porque los escombros eran desproporcionados, pero
ella con sus manitas apartaba la tierra para intentar descubrir a su madre.
Federico lanzaba los cascotes a la mayor velocidad que le permitía su destreza,
lo prometió, y no la defraudaría, sacaría a la señora Martirio, aunque el implacable
tiempo estuviese en su contra, y aunque no llegase a la hora acordada a su cita
con Magdalena. El viento comenzaba nuevamente a agitarse, y eso le inquietó a
Federico.
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¡¡Mi marido, mi marido!! –gritó Martirio a la vez que señalaba a las espaldas
de Federico.
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¡Papá…….! –y la pequeña, que estaba arrodillada sobre su madre, se levantó en
un instante y corrió hacia el hombre que se acercaba a toda velocidad.
--¡¡Papá!!
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¡Mi niña! –el hombre abrazó a la pequeña, la levantó en vilo, y fue hacia
Martirio--¿Dios mío qué ha pasado?
Y no dijo nada más. Beso a su
mujer, y sin mirar a Federico, comenzó a retirar escombros. Una de las piernas
de la señora Martirio ya había sido liberada, la otra, resistía debajo de un enorme
pedrusco.
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¡Esta es la más pesada y la más peligrosa! –comentó al hombre Federico.
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¡No sé quién es usted, pero gracias por lo que está haciendo por mi mujer! –dijo
el hombre.
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¡Pasaba por aquí y…….!
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¡Es un doctor Pedro, y se llama Juan Federico, y gracias a él…….! –Martirio,
con mejor cara puso al corriente a su marido.
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¡Gracias nuevamente, me llamo Juan como usted, Juan Pedro Peláez, pero los
amigos y mi mujer me llaman simplemente Pedro!
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¡De nada señor Pedro, pero tenemos que tener cuidado con esta piedra…….!
Habían dado las once, y Magdalena,
desde la ventana de su pensión, le inundaron las dudas. Podría ser que Federico
no se presentase a la cita. La distancia. El maldito ciclón. Algún contratiempo
de última hora. Las incertidumbres se apilaban unas sobre otras y Magdalena se
lamentaba sin quitar la mirada del Parque Central.
CONTINUARÁ…………………………..
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