"LOS AMANTES DEL 26"
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Pero a pesar de las dudas y de
las incertidumbres, Magdalena decidió continuar frente a la ventana, porque en
lo más profundo de su alma algo le decía que en cualquier momento vería surgir
por cualquiera de las esquinas del parque a su amado, y cuando ese instante
llegase, no pestañearía, porque el sólo hecho de hacerlo, la despojaría de
incontables segundos que bien podría utilizar en el trayecto hacia sus brazos.
Se lanzaría escaleras abajo, cruzaría la avenida en menos de lo que se puede
sostener un suspiro y, llegaría junto a él, con la respiración entrecortada pero
con el corazón radiante. Tomando aliento lo miraría fijamente, y sin esperar
respuesta de su parte, se lanzaría al cuello como una hambrienta felina que
desde una perpetuidad acecha tras el cristal. Eso haría, porque su espíritu,
pero sobre todo, sus carnes, no están dispuestas a continuar esperando.
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¡Un poco más……., así, eso es señor Pedro, lo hemos logrado! --dijo Federico
tomando aliento.
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¡Me duele mucho, es un dolor insoportable…….! --gemía la señora Martirio.
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¡Calma mujer, calma, lo más importante es que estás viva, viva…….! --Pedro la
abrazaba y la besaba con una intensidad sobrecogedora.
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¡Mamá…….! --la pequeña dio un salto de alegría al ver a su madre liberada.
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¡Gracias, mil gracias señor doctor, estoy en deuda con usted, no sé cómo
agradecerle…….! –le dijo la señora Martirio sosteniéndole por la muñeca.
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¡No tiene nada que agradecerme, yo simplemente pasaba por aquí porque iba al
Parque Central…….! ¿Qué hora es?
Desesperadamente Federico
buscó su reloj de bolsillo para comprobar la hora. Las once y veinte. Su reloj
marcaba las once y veinte de la mañana. Él, que pretendía ser el primero en
llegar a la cita, ahora lleva veinte minutos de retraso, y aún le falta por
andar algo más de dos manzanas. Un error imperdonable. Ya no llegará a tiempo.
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¡Tengo que marcharme, estoy algo atrasado…….! –Federico fue en busca del saco,
del sombrero, y de la flor.
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¡Espere doctor, no se marche, quédese un rato más con nosotros! –le suplicó la
señora Martirio.
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¡No puedo hacer nada más por usted señora Martirio, tiene a su esposo, y
seguramente en algún momento vendrán los servicios de la casa de socorro y se
la llevaran al hospital!
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¡Se lo ruego doctor…….!
Federico no sabía muy bien qué
hacer. Solamente sabía que tenía que marcharse al instante.
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¡No soy médico, le he dicho una pequeña mentira para calmarla, debido a la
situación en que se encontraba!
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¡Sabía que no era médico! –sentenció la señora Martirio.
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¡Mujer, deja que se marche, debe tener algún compromiso al que no puede faltar!
–el señor Pedro intentó restarle importancia a la afirmación de su esposa-- ¡Pero
una cita con este tiempo infernal es una locura señor Federico!
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¡Me tengo que marchar! –afirmó Federico.
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¿Sabe lo que es el destino?
La pregunta de la señora
Martirio fue como un viento huracanado en el rostro de nuestro enamorado.
Penetró por sus oídos con una alarmante facilidad y viajó por su interior hasta
llegar al universo arterial; una vez allí, se acentuó, se multiplicó, y
condensó su potencial. Federico tuvo presente el destino durante todo el viaje
a la capital. Antes y durante lo tuvo presente, y ahora, se lo han vuelto a
recordar. No sabe por qué, pero pensó en el destino cuando se puso en marcha
para reunirse con su amada.
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¿No comprendo de qué me habla señora Martirio, no la comprendo? ¡Yo tenía una
cita…….!
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¡Usted tenía una cita con su destino! --y con la vos entrecortada lo invitó a
que se acercase a su regazo-- ¡O mucho mejor, tiene usted una cita con su
destino! –y sin que Federico se lo esperase, lo tomó fuertemente por la
muñeca-- ¡Y llegará a tiempo a la cita con su destino si no me escucha y se
marcha ahora; pero no lo olvide, el destino es impredecible, y no siempre actúa
de la manera que deseamos que lo haga!
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¿Qué está pasando mujer? ¡Seguramente debes tener fiebre! ¡Deja a este pobre
hombre en paz, ya ha hecho demasiado por nosotros y se tiene que marchar!
Pedro no era capaz de
reconocer a su mujer, en estos instantes no era la misma persona que había
dejado el día anterior con su hija antes de partir para el trabajo; no, no lo
era. Indudablemente el ciclón había causado una transformación en ella. A pesar
del mal tiempo no tuvo otra opción que presentarse en su trabajo, y debido al
temporal, se mantuvo toda la noche en él; por esta razón Martirio y la pequeña
salieron a la calle, para buscarlo, pensando que algo malo le había sucedido
por el camino al padre y marido. En cambio Martirio fue la que tuvo el
contratiempo. El destino se manifestó, para bien o para mal.
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¡Solamente le pido que se quede un rato con nosotros nada más, unos minutos,
después se podrá marchar a donde usted quiera! –Martirio continuaba en sus
treces.
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¡Pero si yo no puedo hacer nada más por…….!
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¡Si no es por mí, es por usted, debe retener el tiempo para que no se encuentre
con su destino, nada más que eso señor Federico! –las palabras de la mujer eran
concisas a pesar de su maltrecho cuerpo.
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¡Señora Martirio, está usted agotando mi paciencia! --y nuevamente fue en busca
de su reloj de bolsillo. Marcaba las once y treinta. Llevaba media hora de
retazo-- ¡Que tengan un mejor día y espero se recupere lo antes posible señora
Martirio! ¡Ha sido un placer señor Pedro, hasta pronto!
Y sin esperar un minuto más
liberó su brazo del puño de la señora Martirio y echó a correr.
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¡Señor Federico dos segundos, dos segundos nada más es lo que le pido por
favor……., deténgase un momento, espere, se lo digo por…….! --la señora Martirio
vociferaba como una desquiciada, pero Federico había dejado de escucharla.
Como un experimentado
velocista tomó la esquina y se perdió calle abajo rumbo a su destino. Corrió,
corrió, y no dejó de correr, y en cada zancada un pétalo de la flor que llevaba
en la mano se desprendía al vacío. El viento comenzaba a encresparse, lo notó
Federico en la cara, y en su sombrero, que sin detenerse, lo embutió aún más en
su cabeza para que no saliese volando por los aires. Se propuso no mirar el
reloj hasta encontrarse en el parque. Sabía que la distancia que le quedaba no
era excesiva, pero llevaba más de media hora de retraso. Desde que llegó a la
capital al menos cuatro veces había hecho el recorrido desde el hospedaje hasta
el Parque Central, y viceversa, no estaba dispuesto a que la cita fracasase por
nada de este o cualquiera de los palpables o no palpables mundos; pero como es
sabido, las cosas se torcieron, y ahora, el temor de Federico radicaba en que
su amada Magdalena se marchase del parque al no verlo llegar.
Se afirma que son así, y no de
otro posible talante. Son imprevisibles. Los malditos ciclones son
imprevisibles. Por estos años calcular el alcance y la virulencia de una
tempestad de esta magnitud era completamente imposible. Llegan, y arrasan con
todo lo que se interponga en su camino, sin piedad y, sin previo aviso. El
todopoderoso huracán no posee sentimientos, y debido a su incapacidad para
amar, no escucha consejos de alados querubines.
De repente se produjo un
silencio atronador. Los pocos pájaros que navegaban por las alturas se
desvanecieron sorpresivamente, sencillamente desaparecieron de los tejados y
del horizonte. El día se enturbió. Una negritud comenzó a dominar el cielo azul.
La mañana dejó de ser la misma. Federico continuaba corriendo y su entrecortado
aliento le suplicaba que terminase de llegar de una vez; pero a estas alturas
poco le quedaba por hacer. Su corazón y sus fatigados pies percibieron un final
desastroso, ambos se hallaban infinitamente extenuados, y no estaban seguros de
poder continuar los siguientes metros a esta intensidad y ritmo. En el interior
del bolsillo de su pantalón su reloj se agitaba, se estremecía de continuo; por
primera vez en su apacible vida, Federico sintió el tiempo palpitando a la par que
los nervios de su pierna, y no necesitó mirarlo para confirmar la hora exacta. Eran
las once y cuarenta y cinco de la mañana de un adverso día. Los diminutos
segundos, los constantes minutos, danzaban desesperadamente por liberarse de su
opresión. El color que estaban tomando las cosas no le pareció el más apropiado
al abatido Federico. Sudaba, sudaba como un desquiciado, sudaba y estaba cerca
del perfecto desvanecimiento; pero no por eso disminuyó su intensidad en la
carrera, al contrario, intentó redoblarla, porque sabía que su destino era inminente,
poco le faltaba para llegar. Cincuenta metros, cuarenta, treinta, veinte, diez.
--¡Allí está…….!--Y no llegó a
completar la frase. Allí estaba, revuelto y desordenado, el imponente Parque
Central, con la estatua del poeta en su centro.
Magdalena comprobó la hora por enésima
ocasión. Las doce de la mañana de un señalado día sin su amado a la vista. --¡No vendrá, y es natural, con este maldito
ciclón seguramente no debió de salir de su pueblo!-- Y un ráfaga de viento
golpeó el cristal de su ventana. --¡Te has
interpuesto entre nosotros perverso temporal, pero por mucho que insistas no
podrás separarme de mi Federico, si no es hoy, seguramente lo veré mañana! ¡Así
será!-- Lo afirmó mirando al cielo. Resignada suspiró profundamente. No se hallaba
decepcionada por la no presencia de Federico, porque podría jurar con la mano
en el corazón, que la culpa no la tendría él al no presentarse, la culpa es
bien sabida a quién pertenece. Bajó la mirada y se concentró en el crucifijo
que llevaba colgando de su pecho. Lo besó, y murmuró una de las tantas plegarias
que conoce de memoria. Magdalena se sintió impotente al no poder hacer nada al
respecto. Qué podía hacer ante la voluntad de Dios. Una sola cosa. Pensó que lo
más apropiado y lógico sería quedarse en la pensión uno o dos días más si fuesen
necesarios, hasta ver pasar el ciclón, porque pudiese ser que para entonces
Federico apareciese. Un golpe seco se escuchó. --¿Qué está pasando?-- Magdalena se aferró
con devoción al crucifijo. --¿Será una
señal?-- Pensó saliendo de su ensimismamiento. La habitación quedó en
penumbras. Magdalena levantó la mirada y la fijó nuevamente en la ventana, desde
el exterior, una especie de lámina de metal se había incrustado en la misma, impidiendo
que la luz entrase. El techo se está desprendiendo. El techo terminará planeando
si no se hace algo. Se dijo, y salió corriendo de la habitación en busca del
casero, para informarle que la pensión se la estaba llevando el maligno ciclón.
Llegó planeando. El fuerte
viento lo desplazó a su antojo cual cometa de papel en medio de un torbellino.
De repente se elevaba, y de repente también descendía a la mayor velocidad que
le permitía su aerodinámica composición para continuar, sin detenerse a penas,
con su desenfrenado recorrido. La plancha de metal cual hoja al viento se
desprendió de la ventana, y en picada irrumpió en el Parque Central. Federico
hacia su entrada por el lado oeste, corriendo, y con la flor en la mano. Un solitario
pétalo quedaba. Se dijo que se la entregaría a Magdalena aunque no quedase
rastro de la misma, aunque fuese un desolado tallo. --¡El poeta!-- A unos escasos metros se hallaba la estatua de José
Martí, el poeta. Federico se detuvo, había llegado a su cita. Miró a su
alrededor en busca de Magdalena. No estaba. Con impaciencia buscó su reloj. --¿Las once? ¡No puede ser!-- Las once,
el reloj de Federico marcaba las once en punto. Se ha roto de tanto movimiento,
pensó, y suponiendo que al estar el Parque Central, como bien dice su nombre,
en el centro, debía de existir algún edificio gubernamental o por el estilo que
tuviese un gran reloj en lo alto. Levantó la mirada. Un torbellino se arremolinó.
El implacable viento le arrebató sin avisar su querido sombrero de Panamá y lo
puso a volar. El reflejo inmediato de Federico fue llevarse la mano a la cabeza
para evitar la partida del mismo, pero no llegó a tiempo. Una astuta corriente convergió
a sus pies. El último pétalo fue desprendido violentamente de lo que antaño había
sido una flor, y junto al sombrero, se esfumó en la distancia del parque. La
plancha de metal irrumpió planeando y sin avisar. ¡Se presentó despiadadamente
sobre el cuello del amante y…….! Cual gigantesca cuchilla de afeitar el metal cercenó
el cuello de Federico. Él palpaba, palpaba y no dejaba de palpar, pero no la
encontraba, su cabeza había desaparecido. Se elevó y se elevó, la cabeza se
elevó hasta caer en el regazo del poeta. Federico, de pie, se quedó sin saber
lo que debía hacer a continuación.
Continuará…………………………..
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