"LOS AMANTES DEL 26"
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Un paso, dos, tres, cuatro……, el
cuerpo de Federico se desplazaba sin rumbo fijo por el Parque Central. Su
brazo, en un ángulo de noventa grado, aún mantenía dentro del puño el tallo de
la flor; en cambio, la otra mano, escudriñó en uno de los bolsillos del traje,
y maquinalmente extrajo lo que parecía una carta. La última carta recibida de
su amada. Era lo que habían acordado, cada uno llevaría la suya para estar seguros.
Una escena conmovedora. Un cuerpo que deambulaba sin su cabeza. Cinco, seis,
siete……., continuaba dando pasos Federico. El viento se agitaba por momentos
formando mangas de remolinos a los pies del pedestal de la estatua del poeta,
como si el bardo le quisiese indicar que a su lado se hallaba la extraviada
cabeza.
Cuando Magdalena se encontraba
a mitad de camino entre las escaleras y las habitaciones del casero, su corazón
recibió un pálpito, un vuelco que la elevó unos centímetros del suelo,
haciéndole torcer considerablemente el cuello. --¡Federico, Federico, Federico…….!-- No dudó, algo le sucedía a su
amor, estaba segura de ello, esa punzada en el corazón no debió ser en vano. --¡La ventana!-- Susurró Magdalena. Y
cual ser desorientado y perturbado en lo más sensible de su alma, tomó las
escaleras rumbo a su habitación. Al llegar, la luz penetraba nuevamente por la
misma. La plancha de metal que se había desprendido momentos antes de alguna
parte del viejo edificio, ya no se encontraba en el cerco de la ventana, y por
lo tanto, nada impedía la visión, se podía mirar hacia el exterior. Y fue lo
que hizo Magdalena, mirar, mirar en dirección al Parque Central, mirar y vio.
Vio un desorientado cuerpo sin su cabeza llevando en la mano lo que antaño
había sido una flor. Un cuerpo que vestía de dril blanco. --¡Es Federico, mí Federico!-- Sus ojos se humedecieron en un
instante, y en el mismo, tomó las escaleras una vez más, pero ahora en
dirección a la calle, debía llegar cuanto antes al parque. No era el momento de
atar cabos en referencia a lo que estaba ocurriendo a su alrededor, pero algo
en su interior le decía que no podía mantenerse ajena al desastre. El ciclón,
el malintencionado ciclón, con su poder absoluto, cambió sus planes.
La calle no era la misma. Todo
se hallaba patas arriba. El fuerte viento continuaba arremolinando el polvo y
lo que encontraba en su camino. Los pocos transeúntes que sobrevivían al caos intentaban como mejor podían mantener
su cuerpo en equilibrio para que la ráfaga de poniente no los arrastrase cual
volátiles hojas de un lado hacia otro. Magdalena atravesó la avenida como mejor
pudo. La mayoría de los árboles habían sido arrancados de cuajo. Ya en el
parque, se sintió más calmada, al menos en apariencia.
El ciclón azotó con ganas durante
la madrugada, amaneciendo dio una tregua, para reanudar su belicosidad aproximadamente
una hora antes de la cita de los amantes.
Lo que Magdalena había
contemplado desde su habitación, en nada se podía comparar con lo que ahora
presenciaban sus ojos. Un parque completamente diferente. Lo poco que se
conservaba en pie era la estatua del poeta, porque el cuerpo descabezado de
Federico, yacía inerte encima de unos ramales. Magdalena ni siquiera se
cuestionó el llegar a dudar o no al acercarse lentamente a su amado. En una de
las manos el hombre sostenía aún el tallo de la maltratada flor, en la otra, sus
dedos se mantenían aferrados a la comprometida misiva. Federico no se
desprendió de la flor ni de la carta a pesar de no llevar cabeza, como si le
fuese la vida en ello. A Magdalena le entró un irresistible deseo de llorar y
de maldecir al mundo por lo que le había sucedido a su Federico. Para entonces
el traje de dril blanco ya no era el de ante, ahora mostraba una tonalidad
púrpura, al igual que su vestido. Una macabra elección el haber elegido un
vestido rojo. Por algún desconocido impulso se le ocurrió cuestionarse Magdalena.
Habrá sido una coincidencia del destino o desde mucho antes, desde siempre, el
amor que se profesaban ya estaba condenado irremediablemente, y el haber elegido
ella un vestido rojo con tantos meses de antelación le estaba advirtiendo de
que el encuentro no debía producirse; pero cuando se ama con devoción y entrega
--aunque sus manos y su mirar no se hallan tocado jamás-- como lo han hecho
estos amantes durante tantos años, las señales del destino pasan de largo como
un tren sin riendas ni estación. Magdalena hincó las rodillas en el suelo y se
fundió en un profundo abrazo con su Federico. Terminó llorando, lloró como
nunca antes lo había hecho, y el flujo constante de lamentos daba a entender
que por ahora, la lagrimal cascada continuaría con su acometido, el de
disolverse entre los cuerpos de los amantes. Sólo entonces Magdalena comprendió
que Federico ya no era el mismo, en parte ya no permanecía, se marchó sin
llegar a comunicarse personalmente con ella. Los pensamientos de la aturdida
mujer permanecían desencajados, y no estaba segura de cuál sería el siguiente
paso que debía dar.
El viento se hacía firme e
intenso por intervalos, arremolinándose cada vez más sobre la ciudad. El mayor
de los elementos u objetos parecía en sus manos una sutil pluma de ave, elevándolo
por los aires y desapareciéndolo como en una exhalación. ¡La carta! En su
extraviada cabeza Magdalena recordó la carta, la que llevarían por si las dudas
llegaban a ser pesadas. Federico continuaba aferrado a la suya, la de ella se
mantenía oculta dentro del escote del vestido. --¡No está bien dejarla en sus manos, terminará perdiéndose!-- Se
cuestionó Magdalena, y venciendo sus temores, tomó su mano. Poco a poco fue
apartando cada uno de los dedos de Federico que se asían firmemente al papel.
Cuando iba a izar al último de ellos, una corriente helada brotó de entre el
pecho de los amantes y Magdalena fue lanzada de golpe a los pies de su amado.
La carta se elevó al cielo, y el cuerpo de Federico que permanecía boca arriba,
sin la menor condescendencia fue volteado y despedido unos metros más adelante,
haciendo que el tallo de la flor escapase igualmente de su otra mano. Magdalena
desde su desfavorecida posición intentó seguir la trayectoria del papel, pero
le fue imposible, terminó perdiéndose entre la polvareda y la nubosidad. La
mujer miró a su alrededor, y no vio a nadie que la pudiese ayudar.
Antes de que comenzase la
última de las ráfagas de viento los pocos y maltrechos transeúntes que se
movían por el parque huyeron despavoridos, como mejor le permitieron sus
apagadas piernas. El desconcierto era de tal magnitud que los servicios de
socorro, el cuerpo de bomberos, o la mismísima policía urbana, no hicieron acto
de presencia por hallarse seguramente ocupados en otros menesteres de mayor
relevancia. Magdalena se encontraba desamparada ante una situación que se le desbordaba
por donde quiera que la mirase. Ella, el cuerpo de su amado sin cabeza, y el convulso
ciclón que presumía de indivisible autoridad, eran desde ahora, taciturnos
compañeros en una causa posiblemente perdida. El parque daba la sensación que se
esfumaría de un momento a otro, llevándose tras de sí hasta el último elemento
que habitaba en el mismo. Todo aquello era una locura sin sentido. ¿Qué podía
hacer ante esta desbordada situación una mujer sola? No lo sabía, y lo más
alarmante, no llegaba a reunir las fuerzas necesarias para salir corriendo de
la encrucijada en la que estaba metida. Sus órganos y su razón, se habían
bloqueado definitivamente. Magdalena se hallaba en un callejón sin salida.
Por el extremo oeste, de lo
que aún permanecía del Parque Central, penetró una enloquecida corriente en
espiral, y a medida que avanzaba fue tomando potencia, dimensión, y malignidad.
En diagonal la espira franqueó el parque hasta instalarse en su mismo centro,
alrededor de la estatua del poeta. La acorraló. La rodeó como si quisiese
succionarla. --¡No podrá mantenerse en
pie!-- Se dijo Magdalena que no apartó ni por un instante la vista del
remolino. La figura del marmoleño poeta continuaba firme, sus pies se mantenía
aferrados a la base, negándose a doblegarse ante la advertencia de la madre
naturaleza. La estatua resistió una vez más, y lo hizo con la mayor dignidad,
pero la cabeza de Federico, que aún continuaba sobre el pedestal, se puso en marcha;
rodó, rodó y rodó hasta caer al suelo. Magdalena siguió con la mirada la
trayectoria de la cabeza, no lo pudo evitar. Comprendió que este era el
momento, y no otro, que si no lo hacía ahora, no llegaría a ver la imagen real
de su amado, la que tanto soñó y deseó durante estos largos años; porque
esta, y no otra, es la oportunidad de su vida, de mirarlo directamente a la
cara. Titubeó por unos segundos. El viento azotaba sus cabellos, y sus pensamientos,
agotados en extremo, no encontraban salida al exterior. Dudó, ella dudó. Dudó
si debía continuar junto al cuerpo de Federico, o perseguir la cabeza que
circulaba sin control por el parque.
Años más tarde Magdalena
comprendió que la decisión tomada fue la más sensata, aunque en ese instante
pareciese todo lo contrario. Cuando acaecieron dichos hechos, ella no se sintió
segura de los mismos, una incógnita demasiada pesada de llevar para un tiempo deleznable
y para una apabullante soledad. Aun así, ý sin saberlo, había tomado la decisión
de su vida. A la que correspondía aferrarse, y no a otra. Magdalena se
incorporó lo mejor que pudo, dejando el maltrecho cuerpo de Federico disperso, olvidado
en el espacio, y corrió en busca de la cabeza. Como un cuerpo es demasiado
llamativo y pesado para ser trasladado sin levantar sospecha, se le ocurrió,
que lo más inteligente y ligero sería acarrear con la cabeza; porque con este
ciclón seguramente le esperaba un agotador viaje de regreso a su provincia. --¿Es posible que piense en una locura de tal
magnitud?-- Se preguntó Magdalena súbitamente con la intención de encontrar
una respuesta, pero desafortunadamente no la halló, sus pensamientos e
intenciones naufragaban en un mar de incertidumbres; en cambio, sin que ella
misma lo esperase, sus manos se apoderaron de la ennegrecida cabeza. La
contemplo un largo instante, después la besó, como se lo había imaginado si las
cosas hubiesen sido de la manera acordada. ¡Federico,
qué nos ha pasado por dios! ¡Te prometo que jamás te dejaré amor mío!
Continuará………………………………………………….
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