"LOS AMANTES DEL 26"
CAPÍTULO FINAL
-- 7 --
Un vez más los párpados cayeron por su propio peso,
pero en estas circunstancias no fueron capaces de elevarse, y Magdalena se dejó
llevar. Necesitaba descansar, dormir algunos minutos antes de arribar a su
destino, al pueblo de su amado Federico. Sus brazos y sus piernas pesaban más
de lo habitual, lo suficiente, y ella no tenía fuerzas para luchar con lo
evidente.
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¡Mi amor, tengo demasiado sueño, si no te parece mal dormiré algo antes de
llegar! ¿Cuando estemos cerca de tu pueblo me despiertas? –la voz de Magdalena
se puede afirmar que es lo más parecido a un remanso de paz en un apacible día.
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¡Naturalmente que sí mi amor, antes de llegar te despertaré con un beso! –le
dijo Federico acariciándole la mano.
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¡Gracias mi amor, te quiero tanto, pero tanto que sería…….! --las últimas
palabras de Magdalena se perdieron mansamente en la calma del vagón.
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¡Descansa……! ¡Descansa……, yo permaneceré a tu lado y nada ni nadie……!
No terminó de escuchar la última
frase. Antes se durmió. Magdalena entró en un profundo embeleso. Y al hacerlo,
soñó. Tuvo un sueño, un hermoso y extraño sueño. La última carta que le
escribió a su amado Federico para acordar y confirmar la primera cita de ambos
en la ciudad, no había sido en realidad la última carta, al menos por parte de
Magdalena, que un mes después de recibir la de su amado Federico corroborando
la cita, le volvió a escribir dos más; pero la significativa fue la que le
informaba que debían cambiar la fecha para el siguiente mes, para noviembre,
porque su costurera se hallaba agobiada de trabajo y hasta finales de año no
tendría listo el vestido rojo que le había encargado para la ocasión, y sin el
vestido rojo no se presentaría a la cita, porque así lo habían acordado: ella
de rojo, y él de dril blanco. El rojo es el color favorito de Magdalena, pero Domitila
también es su favorita, su costurera. No estaba dispuesta a renunciar al uno ni
a la otra. Se presentaría a la cita con su vestido rojo y confeccionado por su
entrañable Domitila; pero eso sí, un mes más tarde de lo acordado. Después de
ocho años esperando que importan unas semanas más, y se lo hizo saber Magdalena
a Federico en su última carta rectificando la fecha. En vez del 21 de octubre,
quedarían el 21 de noviembre. Sería el único cambio, lo demás continuaba
idéntico; la hora, el lugar, y el resto de los detalles se mantenían en
idéntico modo. ¡Es verdad que escribí esa
carta……! Recordó Magdalena en su profundo letargo. ¡Escribí una segunda carta para cambiar la fecha y encontrarnos en
noviembre en vez de octubre! ¿Cómo es posible que se me hubiese olvidado ese
detalle tan importante? Una tras otras las ideas iban acudiendo a su cabeza
como prodigiosa luz en noche cerrada. Escribió esa carta a su amado Federico,
ciertamente lo hizo, estaba segura de ello, como que se llama Magdalena Frías y
Montesino. Y de repente sus preocupaciones cesaron, el encuentro se llevaría a
cabo el 21 de noviembre. Magdalena se agitaba entre sueño, pero de placer, al
recordar este puntual detalle.
Para entonces ella fue la que
dio el primer paso enviándole a Federico su propuesta de encontrarse ambos el
21 de octubre en la Habana. Si no recuerda mal, corría aproximadamente el mes
de abril. A mediados de mayo, recibió confirmación por parte de su amado,
aceptando el encuentro y cada uno de los detalles. Inmediatamente ella le envió
en una hoja en blanco la huella de sus labios en intenso carmín; poco le
faltaba al mes en curso para expirar. Le fue imposible a Federico controlarse,
y le respondió con un poema de su inspiración. Esa carta, la del poema, la
recibió Magdalena entrado el mes de junio. El poema representaba a una joven
pareja en su primer encuentro; ella de rojo, y él impecablemente de blanco.
Federico, en su poema, describía a unos cuerpos entrelazados entregados
plenamente a las caricias bajo la sombra de un frondoso Algarrobo. Magdalena
lloró al leerla. A partir de ese momento su vida se colmó de lucidos
pensamientos. En su corazón no quedaba espacio para un regocijo más, se sentía
desbordada de amor y de armoniosos instantes; pero en el mes de agosto, recibió
una visita. Domitila, su costurera, le hizo saber que por mucho que corriese no
tendría el vestido hasta noviembre, los compromisos eran ineludibles, y debía
esperar como los demás clientes a que llegase su cita. Entonces el mundo se le
vino abajo. El Algarrobo del poema de Federico, sus hojas, se abatieron de un
soplo y el corazón de Magdalena se desbocó como nunca antes lo había hecho. ¿Qué voy hacer ahora por dios? Le preguntaba con insistencia a su cabeza nada
más conocer la noticia. ¡Federico me
espera con un vestido rojo y no puedo ir con uno diferente, lo estaría
engañando! Repetía constantemente sin encontrar una solución.
Buscó, buscó, y no dejó de
buscar la buena de Magdalena entre sus pensamientos sin hallar consuelo. Al
término de la semana, una difusa imagen se fundió con las que siempre lleva
dentro de su cabeza, las que en demasiadas ocasiones la han sacado de
incontables apuros; había sido la imagen del árbol del Algarrobo, que súbitamente
se apoderó de sus pensamientos. En lo más alto, en una de las ramas, Magdalena
observó que aún se mantenía luchando contra el afanoso viento una solitaria
hoja. ¡Le escribiré a Federico para
cambiar la fecha del encuentro! Y eso fue todo. Magdalena escribió la carta
que no recordaba, cambiando la fecha para el 21 de noviembre, y se la envió a
su amado. ¡Ahora a esperar la respuesta!
Respiró
aliviada.
El tempestuoso verano
amenazaba con sucumbir. Septiembre entró violentamente en la isla como de
costumbre, con alocados vientos, y húmedos atardeceres que dejan la piel
compacta y babeante como la de cualquier molusco que intentase atravesar la
tapia del patio a las tres de la tarde; la mejor hora para beberse un generoso
vaso de limonada. Agua, azúcar blanca, hielo triturado, hojas de hierbabuena, y
por supuesto, limón, limón criollo; lo que en Europa se le llama lima, pero que
no es otra cosa que puro y concentrado limón criollo. Se extiende un paño
blanco sobre una mesa, y se le deja caer encima un buen trozo de piedra de
hielo, de un tamaño suficiente que nos permita apresar las cuatro puntas de la
tela hasta formar con el mismo un compacto envoltorio. Lo elevamos por encima
de nuestros hombros, y con un movimiento decidido y firme, lo lanzamos en
dirección a la mesa, que impacte en ella; naturalmente, sin soltar las puntas
del paño, o el hielo terminaría en lugares insospechados. Mientras se percute
una y otra vez sobre la mesa, es aconsejable, si se cuenta con ánimo
suficiente, cantar o tararear algún pegadizo danzón para que las cristalinas y
congeladas moléculas de hielo se expandan por el revés del tejido. A continuación
se vierte en una jarra de cristal transparente agua helada sin sobrepasar el
borde, cuatro dedos por debajo; azúcar al gusto, y cuantiosas e imperecederas
hojas de hierbabuena maceradas con anterioridad. Por último se le incorpora el
hielo triturado, zumo de limón criollo, el antes mencionado, y se agita con
cierto candor con una cuchara de madera; si es posible. Y listo para beber. Con
el vaso a rebosar en la mano Magdalena fue directo a la mecedora que había
colocado intencionadamente en el traspatio; el mejor lugar de la casa para viajar
en el recuerdo hasta terminar en una profunda cavilación. Bebió un largo sorbo,
y consintió que su mirar se perdiese más allá de la tapia del patio, siguiendo
la estela de humedad dejada por el persistente caracol que se empeña en andar y
andar hasta ver agotado el camino. ¡Si la
próxima semana que entra no recibo contestación por parte de Federico, me
presentaré a la cita en la fecha acordada por los dos! Afirmó Magdalena y
detuvo el movimiento del sillón.
En la semana entrante, y en la sucesiva,
la carta de Federico no llegó, y a Magdalena le invadió una intensa pesadumbre,
no sabía lo que podría estar pasando alrededor de su amado. Por aquellos años
en la isla una carta no era más que un pequeño e indefenso objeto factible de extraviarse
durante el extenso camino que tiene por recorrer; se pudiese contar con algún
que otro retraso en la entrega, o en el peor de los casos, a su venerado Federico, el repentino cambio de
planes le ha acarreado algún tipo de contratiempo. Viéndolo así, a Magdalena no
le quedó otra alternativa que presentarse a la cita del 21 de octubre, porque
si no lo hiciese, dejaría plantado a su amor; pero eso sí, asistirá vestida de
rojo. Aguardó un par de días más, para estar completamente segura del paso que
iba a dar, pero no llegaron noticias de su amado, y continuar esperando, pensó,
no es lo más aconsejable; así que salió de su casa, y con paso firme se dirigió
a la de su modista.
__
¡Necesito mi vestido rojo antes del 21 de octubre, y es de vida o muerte! --le
manifestó a la mujer nada más llegar.-- ¡Pagaré lo que haga falta, trabajaré
para usted todo un año sin que me reembolse por ello, seré su esclava de por
vida; pero se lo suplico Domitila……! --y Magdalena hincó rodillas al suelo.--
¡Necesito ese vestido, y no me marcharé de esta casa hasta que el maldito vestido
entre en mi cuerpo! --se deshizo en lágrimas.
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¡Eres una caja de sorpresa mi niña, veré lo que pueda hacer, pero no te prometo
nada…….! –dijo Domitila
__
¡Esa no es la respuesta que espero, deseo que me digas sí, o, sí! –afirmó
Magdalena con resolución.
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¡Es que tengo mucho trabajo……!
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¡No, no, y no! ¡Lo necesito Domitila es importante! –Magdalena estaba agotada,
pero no podía desfallecer-- ¿Te has enamorado alguna vez perdidamente de un
hombre?
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¡…….! –Domitila no respondió, pero su respiración se entrecortó.
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¡Si ha sido, sí, Domitila, sabrás que desde ese momento, tu vida deja de ser la
de siempre, y navegas sin rumbo ni control por desconocidos mares! ¡Tus pies dimiten
de andar a ras de suelo y elevan vuelo, vuelan sin límite porque no le temen a
nada ni a nadie y te crees inmortal, capaz de vencer al mayor de los obstáculos
y a la más endemoniada de las vicisitudes presentes sobre la faz de la tierra!
--milagrosamente Magdalena recuperó las fuerzas, y ahora es lo más parecido a
un volcán en plena actividad-- ¡Soy una mujer enamorada, infinitamente
enamorada, y estoy segura que con estas manos sería capaz de separar los mares
o de cambiar el mismísimo curso de mi vida si fuese necesario! ¡Amo a Federico,
y ese amor me ha hecho sencillamente coherente!
__
¡Tendrás el vestido rojo a tiempo!
Problema zanjado, y no se
dijeron mucho más, porque no era necesario, todo estaba expresado, y lo que no,
penetró en profundidad en cada una de las arterias del espíritu de ambas
mujeres.
Magdalena continuaba
retorciéndose sin terminar de hallar en su cabeza acomodo para sus sueños. Los
recuerdos trepidaban unos contra otros y no estaba segura de cuál de ellos era
el que debía prevalecer. Se presentó en la ciudad, estaba segura de ello, con
la duda de si su amado lo haría, pero el 21 de octubre del inolvidable 1926. Lo
demás, comenzaba poco a poco a recordarlo. El reloj marcaba las doce meridiano,
la cita fue acordada para las once, y su amado Federico no terminaba de llegar……………..
Evidentemente Federico recibió
la carta de Magdalena proponiéndole cambiar la fecha para el 21 de noviembre,
pero no respondió porque él asistiría de cualquier modo, aunque su amada no
tuviese el vestido rojo a tiempo y no se presentase a la misma. El deseo que
experimentaba por estar junto a Magdalena era infinitamente mayor a los
kilómetros que tendría que recorrer si ella no acudía; a él le daba igual,
viajaría nuevamente a la capital un mes después, pero nunca se sabe lo que el
destino nos plantea. Fue lo que pensó Federico.
__
¡Gracias, mil gracias señor doctor, estoy en deuda con usted, no sé cómo
agradecerle…….! –le dijo la señora Martirio sosteniéndole por la muñeca.
__
¡No tiene nada que agradecerme, yo simplemente pasaba por aquí porque iba al
Parque Central…….! ¿Qué hora es?
Desesperadamente Federico
buscó su reloj de bolsillo para comprobar la hora. Las once y veinte. Su reloj
marcaba las once y veinte de la mañana. Él, que pretendía ser el primero en
llegar a la cita, ahora lleva veinte minutos de retraso, y aún le falta por
andar algo más de dos manzanas. Un error imperdonable. Ya no llegará a tiempo.
__
¡Tengo que marcharme, estoy algo atrasado…….! –Federico fue en busca del saco,
del sombrero, y de la flor.
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¡Espere doctor, no se marche, quédese un rato más con nosotros! –le suplicó la
señora Martirio.
__
¡No puedo hacer nada más por usted señora Martirio, tiene a su esposo, y
seguramente en algún momento vendrán los servicios de la casa de socorro y se
la llevaran al hospital!
__
¡Se lo ruego doctor…….!
Federico no sabía muy bien qué
hacer. Solamente era consciente que tenía que marcharse al instante.
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¡No soy médico, le he dicho una pequeña mentira para calmarla, debido a la
situación en que se encontraba!
__
¡Sabía que no era médico! –sentenció la señora Martirio.
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¡Mujer, deja que se marche, debe tener algún compromiso al que no puede faltar!
–el señor Pedro intentó restarle importancia a la afirmación de su esposa--
¡Pero una cita con este tiempo infernal es una locura señor Federico!
__
¡Me tengo que marchar! –afirmó Federico.
__
¿Sabe lo que es el destino? --le espetó Martirio.
__
¡No, no sé lo que es ese……, destino! –contestó Federico con rotundidad.
__
¡El destino termina por fijar los pasos, y manifiesta que debes quedarte un
rato más con nosotros Federico! ¿Pedro, me has entendido…….?
__
¡No, no, y no, están todos locos! –Federico se desesperaba cada vez más sin atinar
la solución correcta.-- ¡Me espera mi novia en el Parque Central, a los pies de
la estatua del poeta desde las once de la mañana y mira la hora que es……!
__
¡Lo dicho, ponte el saco y el sombrero, y no olvides la flor, así la novia te
identificará, y corre, corre todo lo que pueda en dirección al Parque Central,
y le dices a la novia, que llegará algo más tarde! ¿Pero qué estás mirando ahí
parado hombre de dios, no has escuchado? ¡Corre, que llegas tarde a la cita!
__
¡Está bien mujer, lo he entendido!
Y Pedro tomó el saco de
Federico, se colocó en la cabeza el sombrero de Panamá, y con sus generosos
dedos abrazó la flor. Federico no sabía lo que estaba pasando, pero no refutó
la decisión de Martirio, y alelado, vio como Pedro se alejaba corriendo por la
avenida en dirección al Parque Central.
__
¿No sé por qué no me marcho? --balbuceó Federico.
__
¡Es muy fácil, por el destino, el destino ha querido que fuese así! --y las
dolencias y los malestares regresaron al cuerpo de la agotada mujer.
Ese día señalado, el 21 de
octubre, Federico, ya había arribado a la ciudad; llegó el día anterior. Se
alojó en el primer hostal que encontró, a cuatro manzanas distante del Parque
Central. Al siguiente día, y de camino a la cita, un huracanado viento lo
desvió algunos metros de su propósito, y fue entonces cuando el travieso
destino, se materializó en la figura de la señora Martirio, de su esposo Pedro,
y de la pequeña, la hija de ambos. Ese destino u otro, el tiempo, el malintencionado
ciclón, o el no contestar la carta de Magdalena que le proponía posponer la
fecha de la cita, fueron los causantes de este inapelable cambio. Pedro se
presentó en el Parque Central, con el saco, el sombrero, y lo que subsistía de
la maltrecha flor después de lidiar con los tempestivos vientos. Le falto esto,
una pisca de segundo para marcharse al no vislumbrar junto a la imagen del
poeta a
la novia de Federico. ¡Con este tiempo
pocos salen a la calle! Se dijo, y al dar media vuelta para esquivar una
polvareda que amenazaba con sepultarle el rostro, la plancha de metal
desprendida del tejado de la pensión de Magdalena, planeó directamente hacia él,
y le cercenó el cuello. Lo siguiente es lamentablemente sabido. Minutos después
llegó Magdalena, y se marchó con la cabeza, pero la cabeza de un desconocido.
El
poeta, silencioso testigo de lo ocurrido permaneció mudo, impávido al
presenciar las incoherencias del destino.
Magdalena soñó que alcanzaba
su destino, y que el viaje, al menos para ella, concluía repentinamente. ¿Un
viaje a ninguna parte o posiblemente un viaje sin retorno? Fue la sensación que
experimentó Magdalena al desplazar el brazo y rozar un bulto. A su lado una
presencia permanecía, pero las fuerzas no le llegaban para alentar los párpados
y despejar los ojos de una vez.
__
¡Has despertado! –confirmó una voz.
__
¿Eres tu Federico? --preguntó Magdalena-- ¿Estás a mi lado mi amor?
__
¡Sí, estoy aquí, y no te dejaré……!
__
¡Tengo miedo, y mucho frío……! --un hilo de voz se escapó de la boca de
Magdalena.
__
¡Es demasiado tarde! --acotó la voz con serenidad.
__
¿Hemos llegado mi amor? –insistió Magdalena.
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¡Sí, hemos llegado mi amor, estamos los dos juntos, en nuestro nido de amor, y
te prometo que jamás me apartaré de ti! ¡Lo siento tanto……., y me odio, y lo
odio, mierda de destino! --y el abatido Federico rompió a llorar.
__
“¡Solos los dos estuvimos, solos, con la
compañía de dos pájaros que vimos meterse en la gruta umbría……!” Son los
versos del poeta que cabalga en lo alto del Parque Central. --se escuchó un
leve repiquetear de dientes.-- ¡Creo que dormiré un poco más……., pero quédate a
mi lado Federico, por favor, no quiero permanecer ni un minuto sola, cuando
despierte, nos casaremos, si tú quieres mi amor…….! --y enmudeció, Magdalena
enmudeció ampliamente.
__
¡Claro que quiero Magdalena, lo quiero, lo quiero, me casaré contigo…….!
__
¡Señor Federico, venga, levántese de la cama, no puede continuar así, de un
momento a otro llegarán los del servicio de socorro y la policía, es que con
este ciclón la ciudad está patas arriba! --aseveró el señor Romualdo.
__
¡No la dejaré sola, se lo he prometido…….! --clamaba Federico.
__
¡No se puede hacer nada más, lo lamento profundamente, pero no hay vuelta de
hoja, se ha desangrado completamente, está……., muerta! --no lo quiso decir,
pero la última palabra se le escapó inconscientemente al señor Romualdo.
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¡No……., no, no, y mil veces no…….! --Federico, ensangrentado de pies a cabeza,
se revolcaba en la cama junto al exánime cuerpo de Magdalena.
__
¡No sea bruto hombre, está muerta! --en esta ocasión, la palabra fetiche, la
pronunció intencionalmente el señor Romualdo-- ¡El tiempo que me demoré en ir a
la cocina y partir la piedra de hielo, ocurrió la tragedia!
Y esto fue lo que
irremediablemente aconteció. En esa diminuta porción de tiempo, comparado con
lo que designan místicamente eternidad, el destino hizo de las suyas. El
posadero Romualdo regresó de la cocina con la piedra de hielo que le requirió
Magdalena. Llamó a la puerta, una, dos, tres, cuatro, la quinta fue la vencida,
la señorita Magdalena no respondía, y Romualdo, que llevaba la mosca detrás de
la oreja al ver acceder a la pensión a la señorita con un sospechoso bulto
entre los brazos, no se lo pensó más y extrajo del bolsillo de su pantalón la
llave maestra, y abrió la habitación. Al entrar quedó helado, y no precisamente
por la frialdad de la piedra de hielo que acarreaba, ¡no!, sobre la cama, la
señorita Magdalena, toda ella, mostraba un color púrpura; pero ese intenso tono
no emanaba únicamente del vestido. El último de los alientos se escapaba a
través de las muñecas de la mujer. En cada una de ellas se podía apreciar una
anchurosa incisión. Una lánguida fuentecilla mostraba que minutos antes, de
ella, brotó sangre; pero ahora, únicamente se desprende de ella lamentos y
llantos que parecen no querer terminar jamás. Al costado de la señorita
Magdalena, y sobre una manta, la ensangrentada cabeza de un hombre, un hombre,
que después de la investigación de la policía, se supo que se llamaba
sencillamente Pedro.
Pero lo que verdaderamente
trascendió, lo que aún hoy, generación tras generación, ha continuado vivo, es
el simbolismo de esa poderosa imagen que la descendencia de Romualdo aún cuenta
en cualquier tertulia o reunión familiar: Sobre la cama una mujer desangrada,
en el centro, una cabeza, al otro extremo, un destrozado hombre lamentándose el
no haber contestado a una carta de amor.
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