"ANÁLISIS DE HECES FECALES"

                                 




                 Recuerdo, y me parece improbable que llegue a olvidarlo, las veces que de niño fui al policlínico para que me hiciesen análisis, o simplemente como acompañante forzoso de la abuela Ene y de su muestra de heces fecales. Por aquellos entonces se hacían análisis de heces fecales a diestra y siniestra; en cambio ahora, con un sencillo pinchazo en las venas nos evita el trasiego de excrementos a tan tempranas horas de la mañana. La abuela Ene, con su angelical rostro y su elegancia nata, cuando lo recomendaba el médico, se presentaba en el centro de salud con su anacrónico frasco de mierda en la mano; pero eso sí, siempre protegido por un cartucho para que las indiscretas miradas no supiesen el contenido del mismo. Yo la acompañaba porque no me quedaba más remedio, la abuela no tenía con quien dejarme, y partíamos rumbo al centro de salud; pero mi cara, y mis músculos, decían todo lo contrario. Me tomaba con una de sus manos y con la otra mano tomaba dicho frasco. Ella partía oronda por la calle sabiendo que los transeúntes desconocían el contenido de lo que llevaba en el pecho, que no era más que simple y llanamente mierda; en mi caso no, porque siendo sabedor de que lo que contenía el frasco, ese escueto análisis provocaba en mí una avasalladora vergüenza, tan grande, que aún hoy, si algún familiar pretende desplazarse a mi lado no debe transportar nada oculto o envuelto entre las manos, no vaya a ser que los fantasmas del pasado…….

                 La abuela Ene llegaba a la puerta del policlínico con una seguridad tan pasmosa que tal parecía que lo que trasladaba dentro del cartucho era dinero y se disponía a entrar en el banco hacer un depósito; pero solamente hasta la puerta, una vez dentro, perdía la seguridad, y el aire de nobleza desaparecía por encanto. Y es que ella sabía que pasado el umbral del edificio, no sería la única con un objeto oculto entre las manos, la mayoría de los allí presentes, al igual que la abuela, portaban el consabido “postre” al laboratorio.

                 Y esos extemporáneos sucesos fueron sucediendo mes sí y mes no, y mi espíritu se fue moldeando lentamente pero con tenacidad, hasta el punto de asumir aquellos paseos mañaneros con un frasco de mierda entre las manos como parte intrínseca de la humanidad. El que dijese en mi cara que nunca, pero que nunca partió al policlínico con sus heces fecales entre las manos está mintiendo vilmente, y si es hombre o mujer y le sobra valor, que me mire directamente a la cara y me diga lo contrario.

                 Lo más terrible eran los primeros segundos nada más penetrar en el policlínico sabiendo que por huevo teníamos que atravesar el largo pasillo con hileras de sillas de metal a cada lado del mismo para llegar hasta el final, al saloncito donde se concentraba la totalidad de las mierdas del día. No sé lo que pensaba el resto de pacientes al caminar rumbo al saloncito, pero mi abuela y yo íbamos con cautela de felino rezando por el pasillo para que el frasco fuese hermético y los efluvios no se mezclasen con el aire que respirábamos; porque cuando uno, de tanto glorificar nuestra propia mierda se va haciendo con ella, termina por asumirla hasta perder cualquier sensibilidad olfativa. Aquello era una travesía doblemente complicada, mucho más que la enfrentada por Cristóbal Colón al intentar redescubrir las Américas.

                 Cuando crecí, y me hice responsable de mi propia mierda, ese pasillo lleno ojos que terminaba por comerte con las intenciones, lo surqué en infinidad de veces, sudoroso, indeciso, y como he dicho antes, con una vergüenza que terminó siendo enfermiza; pero no tenía más remedio que hacerlo. Un día la abuela se sentó a mi lado, y como una sabedora de las múltiples realidades, me dijo. --¡Mi hijo, ya eres todo un hombre, y va siendo hora que lleves tu propia mierda al policlínico!-- Fue una sentencia firme, absolutoria, la abuela me explicó que para crecer como persona debíamos asumir nuestros infinitos temores y llevar la frente muy alta aunque en la mano no llevemos otra cosa que mierda. Y sus palabras me dieron aliento, la fuerza suficiente para enfrentarme a cualquiera adversidad.

                 Mi primer día de análisis de heces fecales en solitario fue todo un acontecimiento, comenzó a las cinco de la madrugada, el laboratorio abre sus puertas a las siete en punto, por tanto mi organismo debía concentrarse y predisponerse armoniosamente para el glorioso acto de cagar en un frasco y que los excrementos penetrasen con tino, como dice mi vecino, por el afortunado “bujero”, y al mismo tiempo que mis tripas me suministrasen la justa y necesaria mierda para ser analizada por los expertos en la materia. He de comentarles, sin ánimo de mofa, que los frascos, los embaces utilizados, variaban según cada familia y según las escasas posibilidades con las que podíamos contar. Por aquellos años en la isla, y dudo que ahora haya cambiado radicalmente, los sucesos acontecían de la misma manera que acontecieron en Macondo, sorpresivamente y con un significativo e irreal toque de sortilegio. Encontrar un “pomo”, y no exclusivamente para introducir nuestras heces fecales, era labor de titanes; había que recorrer medio barrio preguntando a cualquier hijo de vecino si tenían un “pomo” que nos diese.

__ ¿Para qué lo quieres?

                 Era lo primero que preguntaban. ¿Para qué mierda lo quiero?, pues lo quiero para lo que me salga de…….

__ ¡Es que mi abuela ha hecho mermelada de guayaba y necesita……!

__ ¡No me digas más, tengo uno por aquí que seguramente te pueda servir!

                 Y la vecina entraba en su casa y en un suspiro se aparecía con un envase, que podía ser de cualquier época y especie. En mi primera vez mi vecina me trajo un extraterrestre “pomo”, largo como una torre y estrecho como cueva de hormigas. Y cuando llegó el día señalado me tuve que preparar físicamente para hacer malabarismos entre el orificio del “pomo”, mi culo, y la abertura del inodoro para que los excretorios cayesen donde tenían que caer. ¡Y el que me diga que no se llenó la mano de mierda aunque sea una sola vez al intentarlo, descaradamente y bajo la atenta mirada de Dios, está mintiendo indignamente! Para Newton fue una bendición, no lo tuvo nada complicado; echado plácidamente bajo aquel árbol las cosas se ven desde otra óptica, y si lo que te cae, en este caso en la cabeza es una aromática manzana, cualquiera es capaz de inventar la más inverosímil de las leyes. Pero, mi caso fue bien distinto, lo que me cayó en el cuenco de la mano no fue una manzana, fue excrementiciamente mierda, porque no es factible, porque es imposible que “aquello” penetrase por el maldito “bujero”. ¿Y entonces qué hacemos? ¿Qué podemos hacer a partir de aquí? ¿Atrapar un palito como los niños y ponernos a……? Bueno, ya se podrán imaginar cómo finalizó la historia.

                 Una vez en el policlínico comienza la segunda fase de la operación análisis de heces fecales. Después de traspasar el interminable salón, llegamos al saloncito receptor. Es una habitación al cuadrado con asientos, igualmente de metal apoyados contra las paredes, y en su centro, una mesa de colegio, una silla, y sentada sobre la misma, una rechoncha mujer con manos de estibador, cual único propósito no es otro que sustraernos la preciada caca que con tanto amor hemos procesado. Los que ya están sentados en el saloncito esperando a ser llamados para la extracción de sangre, son seres superiores y anónimos, dominan la entrada y nadie repara en ellos porque con anterioridad entregaron sus muestras y ahora son sencillamente observadores sin voz ni voto; pero el que llega nuevo al saloncito, la madre que los parió, debe pasar por un exhaustivo control antes de entregar el condenado “pomo” de mierda.

__ ¡A ve mi amol, qué trae ahí!

                 Nos interpela con un desgarro pasmoso la mujer encargada de las muestras, que no siempre tenían que ser heces fecales. Y cualquiera de nosotros, que tuvimos la prudencia y el tino de trasladar el frasco en un embalaje y no a vista de pájaro, perdemos en ese instante cualquier rastro de intimidad.

__ ¿Son esefecale o orina?

__ ¡Son, son……! --me hubiese gustado llamar las cosas por su nombre, pero no me alcanzó el valor.-- ¡Son……!

__ ¡Dame acá!

                 Y arrebatándome el frasco de cristal de las manos con sus eternas manos de estibador y en un único gesto, lo desnudó, dejando a la vista de todos y todas mis decencias, o indecencias para los desarmados.

__ ¡Eto se llama, po si no lo sabe, esefecale, poque hay que llamá la cosa po su nombre científico mi amol!

                 Alzó el frasco a la altura de sus ojos y mirándolo a trasluz, comenzó a analizarlo como toda una especialista en la materia.

__ ¡Etá un poco negra, pero ya se verá! –y con su brazo por todo lo alto sentenció--. ¡Pero mi amol, le falta lo ma importante, cómo se llama eta caquita!

                 Hice de soslayo una rápita mirada a mi alrededor, y las caras de los allí presentes, intentando contener la risa, mostraban una esperpéntica mueca.

__ ¡Tiene que ponele tu nombre, sino eta que etá aquí, no puede cogé la muetra mi amol!

                 Un olvido imperdonable, cuantas veces vi a mi abuela Ene poner en un papel y en letras grande su nombre para pegarlo después al frasco.

__ ¡Toma! --me dijo la recepcionista.-- ¡Aquí tiene, pero no te acotumbre, un peazo de catucho, un mocho e lapi y una liguita pa que lo pegue a pomo!

__ ¡Gracias compañera!

                 Y ante la atenta mirada de los allí presente le puse nombre a mis heces fecales. La mujer tomó nuevamente la muestra y la colocó junto a los demás frascos por orden de tamaño y contenido. Sobre las mesa había tal variedad de formas, colores, y consistencias, tanto de heces fecales como de frascos, que bien se podía hacer con las mismas y los mismos una especie de performance y presentarlos ante el mundo como una verdadera creación artística en su conjunto.

__ ¡Siéntate donde pueda y epera mi amol a que te llamen pa sacate sangre!

__ ¡Gracias compañera!

                 Busqué acomodo en el primer asiento que vi, mi timidez era mayor que mi estatura. Un señor que se hallaba sentado justo a mi derecha, nada más sentarme me puso la mano en el hombro y me dijo.

__ ¡No tengas pena mi hijo, todos pasamos por la misma mierda!

                 Eso me dio fuerzas y me dispuse hacer con la siguiente víctima de la recepcionista de manos de estibador lo mismo que hicieron conmigo.

                 Y los años siguieron su monótono curso al igual que mis incoherentes frascos de cristal por el policlínico, lástima que no pueda decir lo mismo de mis heces, que en algunas ocasiones eran menores y pálidas, y en otras, consistentes pero dispersas como cachorro de presa dentro de una jauría.

                 No olvidaré, pasado al menos una década, aquella vez en que me presenté al policlínico con un frasco de cristal de boca ancha, de los que se utilizan normalmente para conservar grandes frutas, el significativo momento cuando intenté desembolsar la muestra ante la recepcionista. Mi vergüenza había evolucionado, y de tanto ir y venir con la mierda entre las manos, decidí que a partir de entonces le entregaría a la recepcionista el frasco de cristal sin su hipócrita envoltura, y fue lo que intenté hacer aquel determinante día. Al intentar extraerlo del cartucho se me deslizó de las manos, y la maldita ley del contemplador de manzanas lo estampó contra el suelo. Y en esa trayectoria, en ese anchuroso recorrido que discurrió el frasco de mis manos al suelo con mis queridas heces fecales en su interior, algún día no muy lejano, se los contaré.   
                  
             


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