" EL PRIMER AMOR DE LA ABUELA NENA" capítulo XI.

Hace algunos días estuve toda la mañana observando a un hombre, de una edad muy parecida a la mía  cómo insistía una y otra vez con un embace de bebida vacío para que llegara al centro de la calle y su forma se perdiera bajo las ruedas de los coches. No tuvo suerte en la primera, pero seguía en su intento, era un anciano que no le acompañaba su cuerpo, se le resistía, pero él no perdió ni por un momento la esperanza de lograr su propósito. En una mano el recipiente y en la otra su bastón, llegaba al centro de la calle y dejaba el metal, calculando el sitio ideal para lograr su objetivo. Creo que tenía una edad muy avanzada, pero una mente algo más clara que sus huesos. Al final de la mañana, un camión pasó con su rueda justo por el centro de la lata y la deformó en su totalidad. El anciano sonrió, contempló su trabajo y se marcho orgulloso con su cuerpo algo más ligero. Algunos niños, y no tan niños, pasaron junto a él y se rieron del propósito tan tonto del anciano. En ese momento yo no lo comprendí, pero después me di cuenta del milagro que se proponía. No era importante el objeto, y posiblemente el fin, pero por encima de todo estaba la firmeza del joven-anciano y su seguridad de lograrlo. Sinceramente me conmovió su entereza. Si somos constantes, aunque nuestro cuerpo no responda, la fuerza de las ideas harán de nuestras limitaciones una ventaja. Esto hizo que al otro día me levantara de la cama sin lamentos. Si queremos, lo más grande y poderoso, lo podemos moldear a nuestro antojo. Nada más hay que insistir una y otra vez.
       Estoy otra vez con mis palabras de vieja maniática y tengo que seguir mi historia. Saben que la relación quedó formalizada, con días y horarios bien claros. Mi caballero, que se sentía un escritor, llevaba encima un cuaderno y una pluma para cuando llegara la inspiración. Miércoles a las nueve de la noche, y domingo en misa, después una hora en casa. Todo lo apuntó, con lujo de detalles. Miércoles una hora, y domingo algunas más, dependiendo del poder de síntesis del cura. De esta forma la relación quedó pactada, y comenzaba un noviazgo que podía durar años.
       Después de la pedida de mano, que fue un jueves, el próximo encuentro quedaba citado en misa. El caballero debía llegar a la iglesia con la familia al completo, para demostrar a todos y a los que no se han enterado, que la Nena está comprometida y su novio era todo un caballero. Todos con sus mejores galas, se reunían los domingos en la santa sede para expulsar los pecados que entraron en el cuerpo de forma casual. Si eran pecados consentidos no importaban, todo tenía solución y arreglo. En esa época, por respeto a mi padre y mi madre llevé con la mayor ritualidad los preceptos de la iglesia. Más tarde, posiblemente de tanto escucharlo por boca del cura de que dios es omnipotente y omnipresente, comprendí que dios está en mí, y en todos, y que visitar la iglesia los domingos generaba un gasto innecesario de vestuario. No tengo que ir a la iglesia para comunicarme con mi dios, cuando yo quiero comunicarme con él le hablo, y si él quiere me responde. Posiblemente algún que otro domingo que todos van a misa, dios está ocupado en otros asuntos algo más importante. Antes de salvar almas los domingos, hay que dar de comer a muchas bocas en el mundo, y a muchos niños salvarlos de una muerte segura por enfermedades. Mi caballero respetaba las tradiciones y el domingo de misa más que escuchar un sermón, penetraba en mi piel con la mirada, y sin que nadie lo supiera, dejaba una huella aún mayor que las palabras en latín del predicador. Y en medio de las palabras anquilosadas hacíamos el amor. Sin tocarnos, con el pensamiento, con las pequeñas notas que mi caballero traía escritas de casa. Él era el mensajero, ponía las palabras, me provocaba con cada aforismo, y me colmaba en cada metáfora. Mi respuesta en el rostro, era su disfrute al completo. Estábamos, uno al lado del otro, en los amplios bancos de la iglesia, que por los años de uso el pulido era total. A mi izquierda mi caballero, y en el banco de atrás del nuestro, mis padres con los ojos prestos a desenmascarar un pecado que pretenda huir. Enfrente, desde el púlpito, el cura con los ojos en la multitud.
       En uno de los primeros domingos, cuando aún la técnica de comunicarnos no estaba pulida, el cura percibió algo fuera de lo normal en los fieles. Para ser más exacto, en mi caballero y en mí. El edificio religioso era pequeño, y desde cualquier parte de la misma todo se apreciaba muy bien. No se qué habrá visto el cura para que su cara cambiara de color y de porcientos de arrugas.
       Todo esto fue el comienzo de una gran pasión celestial, pero ya se los contaré la próxima semana, ahora voy por un recipiente para poner a prueba mi voluntad. ¡Qué tengan suerte, los quiere la abuela Nena! 
      

Comentarios

Unknown ha dicho que…
No deberías depender tanto de los comentarios. Un blog no se nutre de ellos -como algunos creen- sino del ingenio de su dueño.

Un saludo.

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