"LOS AMANTES DEL 26"


                                                                           --5--

                 Magdalena la besó, besó la cabeza de su amado Federico con una intensidad que podríamos aclamar como sobrenatural, como nunca antes ningún ser besó cabeza humana cercenada de su cuerpo. Los labios de ella se fundieron a los de él sin premura, conquistando cada paraje de su desértica geografía y de su ambarina piel. Y esos mismos labios, los de Magdalena, por mucho que permanecieron besando, no hicieron el menor esfuerzo por separarse, deseaban recuperar en un eterno segundo el dilatado tiempo en el que no estuvieron unidos. Las deshechas bocas, una de pasión y la otra por intervención del pecaminoso “destino”, superaron con creces a los besos dados en aquellos filmes americanos de los años veinte. Posiblemente una diferencia los distanciaba; el decorado de la película que estaba viviendo Magdalena y su amada cabeza, era cruelmente real.
                 El cabello de Magdalena flameaba intensamente sobre su cara sin dejar espacio a la imaginación. No podía continuar besando los labios de Federico, si continuaba, podría llegar a perder ella misma su propia cabeza. El escenario comenzaba a cambiar radicalmente. El cielo se nubló, y lo que con anterioridad era luz, fue invadido por un manto de oscuridad general. Entonces comprendió que había llegado el momento de salir corriendo del parque para refugiarse, si la tormenta se lo permitía, en la pensión; pero primero, debía ocultar su amada cabeza, porque llegar con una solitaria cabeza entre las manos no es de buen ver. Las hojas, las ramas de los árboles, objetos variados, o periódicos, planeaban sin control a todo lo largo del Parque Central, lo complicado consistía en atrapar al vuelo uno. Magdalena se puso a la tarea, y lo consiguió, una hoja central del Diario de la Marina pasaba veloz por su lado justo al tiempo en que alzaba su brazo izquierdo. Envolvió la cabeza, y partió rauda. Al llegar a la esquina recordó algo. El cuerpo de Federico. Sólo y abandonado permanecía a los pies del poeta. Magdalena lo miró, y no pudo evitar que de su pecho se escapase un prolongado suspiro. --¡No puedo hacer nada más mi amor, tengo que marcharme!-- Y lo hizo, tomó la calle y no volvió a mirar atrás.
                Magdalena y su cabeza llegaron a la pensión, no sin sortear tropiezos y ventoleras, pero llegaron, sana, y salva; aunque el papel del periódico comenzaba a traslucirse debido a los líquidos que emanaban por la incisión. El casero la observó con incertidumbre.
__ ¿Qué hacía en la calle señorita Magdalena, estos no son tiempos de paseo?-- dijo el casero mirando el bulto que sostenía la mujer en las manos.
__ ¡He tenido que salir un momento para recoger……., un encargo……., a casa de una amiga! --y las manos de Magdalena se cruzaron al frente-- ¡Estoy algo cansada, si me lo permite voy a mi habitación a echarme un rato en la cama!
__ ¡Usted misma! --respondió el casero.
__ ¡Se me olvidaba señor Romualdo, me puedo quedar hasta que el ciclón cese!
__ ¡Naturalmente que sí mujer, como verá la pensión está casi vacía, con este tiempo solamente los locos salen a la calle! ¡Perdón, no quice decir que usted…….! --y los ojos del hombre no pudieron evitar escudriñar el envoltorio.
__ ¡Lo comprendo no tiene que justificarse! ¡Entonces me quedaré! --afirmó Magdalena con determinación-- Se me olvidaba señor Romualdo, ¿me puede subir algo de hielo por favor?
__ ¿Hielo con este tiempo? -- y su mirada regresó al bulto.
__ ¡Es que……., es que……., mis piernas necesitan relajarse, tengo......., tengo una rara enfermedad que no permite que mi sangre…….!
__ No tiene que darme más explicaciones señorita Magdalena, en unos minutos le subo……. ¿cuánto necesita, con un tercio de piedra se apaña?
__ ¡Si me sube la piedra entera mucho mejor señor Romualdo!
__ ¿La piedra entera?
__ ¡Es que mi sangre…….!
__ ¡Lo que diga la señorita, ahora se la subo!
__ ¡Muchas gracias señor Romualdo, gracias!
                 Y Magdalena y su cabeza se perdieron escaleras arriba. No encontró una mejor manera para justificar lo del hielo, pero algo debía hacer, y cuanto antes mejor. La cabeza comenzaba a gotear, y si no se daba prisa, mancharía el pasillo.
                 Al entrar y cerrar la puerta de su habitación, respiró tranquilamente. Ahora se hallaba protegida. Abrió la maleta de viaje y rebuscó en ella hasta encontrar lo que necesitaba, una manta de lana, la que siempre le acompaña en las noches frías. La extendió sobre la cama y encima colocó la cabeza después de retirar el periódico. Ella se echó a un lado, con los pies en dirección a la misma. En esta posición la podía observar detalladamente. En algunas ocasiones guardar la distancia es aconsejable, los pensamientos pueden fluir libremente hasta encontrar heterogéneos puntos de vista. Magdalena no dejó de mirarla, todo su ser se hallaba concentrado en la cabeza de su amado Federico. --¿Qué voy hacer ahora contigo?-- Y se sorprendió al escuchar su propia voz dentro de la serenidad de la habitación.
                 Ella y la cabeza, la cabeza y sus dudas, las dudas dentro de su cabeza, y su propia cabeza que está a punto de estallar en cualquier momento si no encuentra un aparente orden dentro de su abatido mundo. Perdió a su amado sin llegar a tenerlo, la inmediata realidad, las ilusiones; pero sobre todo, el futuro, un futuro pensado y diseñado para compartirlo junto a Federico. Si el ciclón arrasase de cuajo con la pensión, le estaría agradecido, porque su vida ha perdido interés, y lo único que ahora desea es reunirse con su amado. --¿Y si me quito la vida?-- Esta vez no le sorprendió su voz, porque el sonido brotó intencionadamente de su boca con toda la veracidad que fue capaz de permitirle su dañado corazón. --¡Puede que sea la solución el dejar de respirar! ¡Estaré junto a él por siempre!-- Y cerró los ojos. Necesitaba un momento de sosiego, de paz, de encuentro con ella misma; de absoluto silencio.
                 Se mueve. Se está moviendo. La extensa vía la conduce a su destino. Algunos rayos de sol se asoman por la ventanilla de cristal dejando una difuminada paleta de colores en el interior. El día amaneció con un olor específico, a tierra húmeda y a hierba licuada con un toque mentolado. Ese vaivén, el acostumbrado vaivén, agita el cuerpo de Magdalena, lo acuna armónicamente, y sus carnes, conscientes de ello, se entregan al pausado movimiento. Es una mujer feliz, posiblemente la más feliz entre todas las mujeres de estos lares.
                 

__ ¡Al fin vamos a casa mi amor! --articularon sus labios.
__ ¡Al fin mi amor, solamente tú y yo! --respondió la voz.      
                

Continuará………………………………………………….

           

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